Ornoya

Ornoya se dispone a honrar a su héroe, el vencedor del fiero y temible cacique de Lucayas, Ornocoy. El nombre de Ornoya está en todos los labios: lo pronuncian los ancianos con orgullo, los jóvenes guerreros con admiración, los niños con alegría, con agradecimiento las madres y con amor las doncellas. El anciano cacique siboney quiere premiar como se merece al intrépido caudillo.

En el extenso batey, rodeado de frondosas ceibas, esbeltas palmas y cimbreantes cañas-bravas, bullía la gente en espera de la gran ceremonia con que se iba a honrar al héroe. El Cansí, o mansión del cacique, situado frente al batey, estaba adornado con mantas de algodón de múltiples colores, formando a un lado amplio dosel, bajo el que se hallaba, sentado en un dujo labrado, el cacique siboney, rodeado del behique principal, los ancianos más notables y otros miembros de su corte.

Sonaron a distancia los cobos y oyéronse voces lejanas entonando himnos guerreros. La muchedumbre se replegó dejando libre parte del batey, apareciendo a poco en su extremo cuatro indios jóvenes que soplaban de vez en cuando en los roncos y estruendosos caracoles.

Seguían los guerreros, y venía Ornoya con su más brillante plumaje y cubriéndole la espalda rico manto salpicado de finas conchas, en el cuello un collar de gruesas y nacaradas cuentas y con ajorca de oro en las muñecas. Tras él, caminan abatidos, las manos atadas a la espalda, bajos los ojos, hosca la mirada, los seis caciques vencidos, de los que hacen escarnio y mofa los espectadores. Cierra la marcha numeroso grupo de guerreros siboneyes, que van entonando canciones de guerra y armados unos de lanzas, otros de macanas y todos con el carcaj lleno de flechas y el gran arco pendiente de la cintura.

Al paso de Ornoya, le saludan con vítores y arrojan a sus pies hojas y flores. Las madres levantan a sus hijos para que vean mejor al héroe y las doncellas le sonríen mimosas y admiradas. Al llegar frente al cacique, intenta Ornoya prosternarse, pero impídelo aquel y le habla así:

– El hijo de Huoion no debe arrodillarse ante ningún mortal. Tu padre te envió para que salvaras a los moradores de Jagua de las invasiones y saqueos de los fieros lucayos. Tú cumpliste como bueno. Llevaste tus hermanos a la victoria y venciste en noble lid al osado y temido cacique Orconoy que ya no llevará el terror y la desesperación a nuestros lares. El pueblo de Jagua te saluda y te honra por su salvador, y tus proezas trasmitidas de generación en generación, perpetuadas por la leyenda, llegarán a las edades por venir, quedando tu nombre inmortalizado en la tierra, para ejemplo de los que defienden la seguridad del hogar y la libertad e independencia de la patria.

Dicho esto, se quitó el collar y se lo puso a Ornoya, a la vez que le hacía el regalo de su maciza macana. Sentóse el joven guerrero al lado del anciano cacique, y dieron principio los populares festejos. Comenzó un juego de batos, dirigido por el tequina o jefe. Los dos bandos, compuesto uno de muchachos y otro de doncellas, alineáronse frente a frente, y a una señal del tequina la pelota fue lanzada al aire, siendo devuelta de grupo a grupo, cuidando los jugadores de cogerla en el aire, antes o después de rebotar en el suelo. El bando que no lograba devolverla, perdía un tanto. Siguiéronse los bailes y los cantos, acompañados de atabales, construidos de madera hueca, de pitos hechos de bejucos y de guamos, o caracoles grandes a los que se hacía un agujero.

El samba, director del canto, entonaba la primera estrofa de un romance, de música cadenciosa y monótona, que luego repetía el coro. Primero danzaron las doncellas, que desplegaron todas sus gracias y seducciones en honor de Ornoya, luego los hombres y, por último, unas y otros a la vez.

El postrer acto de la fiesta, consistió en simulacros guerreros. Aparecieron los dos bandos, cada uno con su jefe, colocáronse frente a frente y a una señal del cacique, simularon acometerse con sus lanzas y macanas, moviéndose con rápidas evoluciones para dar y para evitar el golpe de las armas.

Despedía el sol sus últimos rayos desde la vecina sierra, cuando terminaron los populares festejos, y como postrer honor al invencible guerrero, todo el pueblo de Jagua, reunido en el amplio batey, gritó clamoroso por largo rato: ¡Ornoya! ¡Ornoya! ¡Ornoya!… Y el eco repetía la voz como si quisiera eternizar el nombre glorioso, para que de él supieran otras épocas y otras razas.

(Tomado del Libro: “Tradiciones y leyendas de Cienfuegos”, de Adrián del Valle, 1919)

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