Jagua

Hamao, con los celos que en su corazón sembrara el dios del mal, había sentido el primer dolor; Guanaroca, con la pérdida de su hijo, la pena primera y la más grande que una madre puede sufrir. Hamao comprendió tardíamente lo irracional de sus celos y llegó a vislumbrar el amor de padre. Guanaroca perdonó, y tras el perdón vino su segundo hijo: Caunao.

Tranquila y feliz fue su infancia, bajo la constante protección de la madre cariñosa. El niño se hizo hombre, y comenzó a sentirse invadido de vaga inquietud, de profunda tristeza. No podía darse cuenta de aquel su estado de ánimo, que le hacia indiferente la vida.

Un día, al volver a su solitario bohío, detúvose a contemplar a dos pajaritos que en la rama de un árbol se acariciaban. Entonces comprendió el motivo de su pena. Estaba solo en el mundo, no tenía una compañera a la que acariciar y de la cual recibir caricias, a la que pudiera contar sus penas, sus alegrías, sus ilusiones, sus esperanzas. Solo existía en la tierra una mujer, pero ésta era Guanaroca, la que le había dado la existencia.

Vagando por los campos, trataba en vano de distraer su soledad, y se fijó en un árbol lozano, de bastante elevación y redondeada copa. De sus ramas pendían los frutos en abundancia, frutos grandes y ovalados, de color pardusco. En plena madurez muchos de ellos, se desprendían del árbol y caían al suelo, mostrando algunos, al reventar, su carnosidad sembrada de pequeñas semillas.

Caunao sintió un deseo irresistible de probar aquel fruto, y cogiendo uno de los más hermosos, le hincó, ávido, los dientes. Su gusto era agridulce, y siéndole grato al paladar, halló en aquel manjar extraño que de manera prodiga le ofrecía la naturaleza, abundante y regalado alimento. Tanto le gustó, que fue a su bohío en busca de un catauro de yagua, con la intención de llenarlo con los raros y para él sabrosos frutos.

De vuelta, empezó Caunao por reunirlos todos en un montón, e iba a empezar a colocarlos en el catauro, cuando un rayo de luna, hiriendo a los frutos en desorden amontonados, hizo brotar de ellos un ser maravilloso, de sexo distinto al de Caunao. Era una mujer. Mujer joven, hermosa, risueña, de formas bellamente modeladas; de piel aterciopelada, color de oro; de ojos expresivos, grandes y acariciadores; de boca roja y sonriente; de larga, negrísima y abundante cabellera. Caunao la contempló con éxtasis creciente.

Como por encanto sintió que de su corazón huían la tristeza y la melancolía, expulsadas por la alegría y el amor. Ya no cruzaría solitario el camino de la vida. Tenía a quien amar y de quien ser amado. Aquella hermosa compañera surgida, al contacto de un rayo lunar, del montón de la madura fruta, era un presente de Maroya, la diosa de la noche, que del mismo modo que había disipado la soledad de Hamao, el primer hombre, enviándole a Guanaroca, la primera mujer, quería también alegrar la existencia de Caunao, el hijo de aquéllos, haciéndole el regalo de otra mujer.

Caunao la amó desde el primer momento con todo el ardor de que era capaz su joven corazón sediento de caricias. La hizo suya y fue madre de sus hijos. Aquella segunda mujer se llamó Jagua, palabra que significa riqueza, mina, manantial, fuente y principio. Y con el nombre de Jagua también se designó el árbol de cuyo fruto había salido la mujer, y por cuyo hecho se le consideró sagrado.

Jagua, la esposa de Caunao, fué la que dictó las leyes a los naturales, los pacíficos siboneyes, la que les enseñó el arte de la pesca y de la caza, el cultivo de los campos, el canto, el baile y la manera de curar las enfermedades. Guanaroca fué la madre de los primeros hombres; Jagua la madre de las primeras mujeres. Los hijos de Guanaroca, madre de Caunao, engendraron en las hijas de Jagua; y de aquellas primeras parejas salieron todos los humanos seres que pueblan la tierra.

Según la tradición dominicana, Cihualohuatl, la mujer culebra, fué la Eva mitológica que daba a luz de dos en dos, siempre varón y hembra, para facilitar así la reproducción y perpetuación de la especie. La tradición siboney es mas moral. Guanaroca, la Eva cubana, solo tiene hijos varones, y a su vez Jagua, la segunda Eva, solo hembras, uniéndose luego unos y otras por parejas para la reproducción.

(Tomado del Libro: “Tradiciones y leyendas de Cienfuegos”, de Adrián del Valle, 1919.)

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