Es el caimán un animal que los conquistadores hicieron genuinamente americano, pero ni por su figura repulsiva ni por sus hechos nada recomendables, hace honor al grande y magnífico continente descubierto por Colón.
Ateniéndonos a la clasificación zoológica, el caimán es un reptil del grupo de los saurios o lagartos, figura en la subclase de los hidrosauros, orden de los cocodrilos, suborden de los procélidos, familia de los aligatóridos. Si no al natural, cuando menos dibujado o pintado habrá visto el lector algún caimán, así que no nos creemos obligados a hacerle su descripción.
Si el lector es cienfueguero y la curiosidad le aguijonea, no e será difícil satisfacerla dándose una vueltecita por la cercana Ciénaga de Zapata, donde tanto abundan nuestros cocodrilos, impropiamente llamados caimanes, esos animales carnívoros de boca ancha, cola larga y patas cortas, tan pesados en tierra como ligeros en el agua. Medra el caimán en toda la América con excepción de las regiones frías.
Colón lo vio por vez primera en el río Chagres, en 1502. Los cronistas de la conquista lo describen con más o menos exactitud. Oviedo lo llama lagarto o dragón y le considera muy distinto del cocodrilo. Herrera le supone sin lengua y distingue los verdes de los pardos, afirmando que los primeros son más fieros y de mayor tamaño.
Explica que ponen los huevos en la playa y los cubren de arena, obrando ésta junto con el calor del sol, como agentes incubadores. Los indios dedicábanse a la busca de dichos huevos, que comían con fruición. Para cazar a los cocodrilos, utilizaban un palo terminado en aguda punta por sus extremos, atado por el medio con una gruesa cuerda. Iban nadando al encuentro del animal y al abrir éste la boca le introducían el palo vertical, quedando en ella clavado.
Dirigíase enseguida a la orilla, sujetando el cabo de la soga, que enlazaban en un árbol y tiraban con fuerza hasta que lograban hacer salir al cocodrilo del agua, rematándole a golpes. otras veces atravesaban el palo de doble punta e el cuerpo de una jutía, que dejaban en la orilla, salía el saurio y pretendía engullirse la presa, logrando solo clavarse en las mandíbulas el palo, quedando a merced de los indios que le atacaban y mataban.
Cuando la conquista de Cuba por Diego Velásquez, en 1511, los españoles solo vieron estos reptiles en el río Cauto y sus afluentes. No se conservan citas de la época de la conquista, que acrediten la existencia de dichos animales en otros lugares, sin embargo, es de creer que abundaran en la región de Jagua, famosa por su caimanera.
En los primeros años de fundación de Fernandina de Jagua, desde 1819 hasta bien entrado el 30, los terratenientes y vecinos que habitaban los terrenos limítrofes a la naciente población, y sobre todo los que residían en la zona Sureste, que comprendía poco más o menos el espacio limitado hoy por las calles de San Carlos al Norte y la de Vives al Oeste, fueron víctimas de las fechorías de un gran caimán que tenía su madriguera en el arroyo que, transformado en zanja, ocupa en la actualidad la calle de Dorticós.
Periódicamente, con regularidad desesperante, los pobres vecinos veían desaparecer sus aves, ganado vacuno, de cerda, y caballar. Al principio creyeron que se trataba de gente de mal vivir, que aprovechaban las sombras de la noche para apropiarse lo ajeno. Observaron, no obstante, que las aves o reses que dormían dentro de cercas o bajo techado, no desaparecían y dedujeron que el ladrón no debía ser precisamente un hombre, a quien le hubiera sido fácil apoderarse también de los animales que estaban dentro de las cercas.
Dándose cuenta de la existencia de un enorme saurio, dedujeron que él y no otro era el autor de las fechorías nocturnas para saciar su voraz apetito. tomaron algunas precauciones sin gran resultado. El único medio preventivo consistía en encerrar a los animales, pero no todos los vecinos estaban en condiciones de hacerlo, aparte de las molestias y pérdida de tiempo que la operación exigía. Reunidos para considerar sobre asuntos de tan vital interés, acordaron como medio más rápido y expedito tratar de descubrir al malhechor y darle su merecido.
Los más perjudicados de los vecinos, llevando a la cabeza a Monsieur Bonón, pusiéronse una noche al acecho, a poco, ruido de ramas que se rompen, pasos torpes de alguien que se avecina y entre las sombras les pareció ver las enormes mandíbulas del saurio y oír el rechinar de sus dientes que trituraban los huesos de alguna víctima.
Monsieur Bonón, que era el único que iba armado de una vieja escopeta de chispa, en cuanto lo divisó, requiriendo todo su valor y ante la respetuosa admiración de sus convecinos, dispúsose a la ejecución del acto heroico que había de librar a la naciente colonia de tan molesto como peligroso enemigo. Levantó el arma, apuntó sin que el pulso le temblara y alzó el gatillo presto a martillar, mas ¡OH prodigio! Al ruido que hizo, volvióse lo más rápidamente que pudo el animal, y al darse cuenta de que lo iban a fusilar a quemaropa, todo angustiado gritó con voz perfectamente humana: – ¡No tires, Monsieur, que soy tu amigo!
Los compañeros del francés, aterrorizados ante el caso imprevisto, diabólico, sobrenatural, de que un caimán hablara, salieron de estampía, en precipitada fuga, tomando cada uno por donde pudo, sin parar hasta encontrarse en sus respectivas casas, y aseguradas las puertas con doble tranca. Bonón, que no se asustaba fácilmente y que era poco dado a creer en artes diabólicas, hubo de darse cuenta que el cocodrilo no era auténtico y que bajo su dura piel se escondía alguien de carne y hueso que no le era desconocido. así que, bajando el arma, limitóse a responder:
– Ya te conozco, caimán.
El extraño suceso hubo de intrigar por mucho tiempo a los laboriosos y pacíficos colonos, son que lograran saber a ciencia cierta si se trataba de un verdadero caimán que hablara como hombre, o de un aprovechado prójimo que se fingía para con mayor impunidad apoderarse de lo ajeno.
No somos nosotros los que, a tanta distancia, estamos en condiciones de esclarecer el asunto. Pero si podemos declarar que merced a los esfuerzos de Don Luis Juan Lorenzo y a los buenos oficios del mousierito Don José Capote, el famoso caimán no volvió a molestar a los vecinos. Cierto, de tarde en tarde, en tanto el núcleo de población no se extendió por aquella barriada, se notaba la ausencia de alguna que otra ave o res, pero tales fechorías, según malas lenguas, las llevaban a cabo caimanes de paso, amigos de apoderarse de lo ajeno.
(Tomado del Libro: “Tradiciones y leyendas de Cienfuegos”, de Adrián del Valle, 1919.)
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