Transcurrieron bastante años desde el día en que el bueno de Joseph Díaz se estableció en Jagua. El sol había curtido y tostado su rostro y el tiempo blanqueado sus cabellos; pero en contacto siempre con la madre naturaleza, ajeno a las angustias, trabajos y sinsabores que proporciona la civilización, gozaba de fuerza, salud y alegría, dispuesto siempre a ayudar con su esfuerzo y consejos a los sencillos siboneyes, y siendo por estos querido y respetado.
Hemos insinuado que Díaz mantenía relaciones con los piratas que frecuentaban aquellas costas, y podemos añadir que no eran pecaminosas, pues Díaz no tomaba parte en las fechorías de aquellos, limitándose a contratos que no podía eludir, so pena de convertirlos en peligrosos enemigos.
Cierto día recibió en su modesto bohío de Tureira la visita de un famoso pirata, cuyo nombre no se ha cuidado de trasmitirnos la tradición. Le acompañaba una hermosa mujer, de aspecto enfermizo, y cuyas formas dejaban adivinar que no tardaría en ser madre.
– José Díaz -díjole el pirata-, eres hombre bueno y honrado, en que un desalmado como yo puede fiar. Vengo a pedirte un favor, por el que te daré lo que pidas.
– No pongo precio a mis favores,- limitóse a contestar.
– Pero yo sé pagarlos para no tener que agradecerlos. Voy a dejar en tu casa y a tu cuidado a esta mujer.
– ¿Tu hija?- pregunto Díaz.
– No.
– Tu esposa tal vez.
– Nada debe importarte lo que ella sea para mí. Te basta saber que me intereso por ella, y sobre todo, por el ser que lleva en sus entrañas. Cuídala con solicitud, porque ha perdido la razón, y cuando sea madre, toma al hijo bajo tu protección y sírvele de padre.
Así lo prometió Díaz, y seguro del cumplimiento se retiró el pirata, dejando en el bohío junto con la joven, buen numero de arcas y cofres, que hizo traer por sus marineros, y que contenían preciosos trajes, ricas joyas, odoríferas resinas y perfumadas raíces, cuanto pudiera apetecer la dama mas coqueta y encaprichada. Sin embargo, nada de ello parecía interesar a Estrella, -que tal era el nombre de la joven, -quien permanecía quieta, muda, insensible a ruegos y preguntas, vaga la mirada, como perdida en el vacío. Tan solo de vez en cuando, adquirían sus ojos dolorosa expresión, y se movían sus descoloridos labios, pronunciando aisladas palabras, sin ilación ni sentido. Fugaces alucinaciones la dejaban postrada, con leves temblores en todo el cuerpo.
¿Quién era aquella mujer? ¿Que terrible misterio encerraba su vida? Imposible saberlo. Nada ella podía decir, y nada el pirata había dejado entrever. Podía ser una cautiva, retenida violentamente por el pirata, sumida en la locura tras una gran tragedia. Díaz tenia esperanzas de conocer la verdad de boca de la misma joven, a la que prodigaba los más solícitos cuidados y atenciones.
Desgraciadamente, si bien mejoró algo de salud, no recobró la razón; y cuando a los pocos meses dio a luz, sucumbió en el parto, llevándose a la tumba el misterio de su vida. El tierno ser que dejó en el mundo, era una preciosa niña, a la que Díaz bautizo con el nombre de Azurina.
(Tomado del Libro: “Tradiciones y leyendas de Cienfuegos”, de Adrián del Valle, 1919.)
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