Volver, la más reciente muestra que ofrece la pequeña salita Mateo Torriente de la UNEAC, es el vuelo autorreferencial más intenso y audaz del artista sureño Ángel Orestes Fernández Quintana (Cienfuegos, 1979), quien nos tenía habituados a sus encomiables textos caricaturescos y de humor gráfico. Claramente, se trata de un pequeño giro en su erario visual, una apuesta para dar feliz término a sus estudios en el Instituto Superior de Arte. No obstante, aunque hay mutaciones en el tema y los relatos, Ández insiste en su formación como diseñador gráfico y la aventura de la letragrafía, devenidos en marcas de estilo.
La muestra se erige a partir de la redención de la memoria familiar, cuyo núcleo es el abuelo Orestes, apasionado de la música popular (no es fortuito que se utilice el título de uno de los más célebres tangos de Carlos Gardel, de la autoría de Alfredo Lepera, para enunciar el código alegórico y la afición del sujeto histórico). Ández se vale de la memoria sensorial (auditiva) para recrear desde disciplinas varias el leitmotiv de su narración, traveseando con las obras bidimensionales y los objetos, en tanto sistemas que le permiten constatar lo que sabe hacer mejor. En esta dirección nos remite a las fabulaciones de otro cienfueguero vital, Leandro Soto Ortiz (Cienfuegos, 1956-California, 2022), si bien las creaciones de éste poseían un energizante conceptual y hasta poético, más permeado de la intuición estética que de los raciocinios. A inicios de la década de 1960 Soto crea textos, al modo de Retablos, que es una suerte de álbum de la familia que se inspira en su bisabuelo Mambí y en todas las generaciones incorporadas a la milicia revolucionaria de los años sesenta. Para entonces era una novedad que un hacedor cubano abandonase el tono épico de los relatos para doblegarse a lo privativo.
Ández (acaso más ansioso por el cómo establecer variables de lenguaje o recursivas, que en los modos de potenciar los contenidos), se auxilió de la memoria sensorial para conectarse emotivamente con su antecesor, concibiendo una fábula en la que los objetos nos comunican los afectos e idiosincrasias, las identidades filiales y culturales. En este orden discursivo, la muestra es notoria y logra la empatía de los públicos.
El primer aviso de sensibilidad resulta el diseño del cartel, que nos coloca ante uno de los soportes de tipo expresivo: el vinilo; toda una posibilidad para direccionar coherentemente a los públicos a través del intitulado general y el nombre de los textos visuales (a propósito, conjeturo que el título de El relato de Orestes tiene un connotado más literario que musical y reitera el contenido de El tango de Orestes. No debe perderse la noción de que son cotas de la identidad de las canciones. Es diferente al sentido que tiene la información extradiegética sobre la inauguración y los patrocinadores). Justamente, el disco de vinilo servirá de soporte para la inclusión de las fotos de familia (una dinámica en la que el local Alfredo Sánchez Iglesias tiene mucha experticia, aunque en su caso predomina la voluntad épica y el recurso es más estético que conceptual), compuesto como un equilibrio de tipo simétrico y una configuración geométrica (círculos y rectángulos), que aportan cierto ritmo a la puesta visual.
Entre sus textos más experimentales figuran aquellos en los que esboza la imagen del abuelo con los iconos del pentagrama y los suplementos verbales, a la manera de los surrealistas, particularmente poetas como Guillaume Apollinaire, apasionados del caligrama, quienes solían quebrar la estructura lógica y sintáctica de sus creaciones utilizando la tipografía para “dibujar” con palabras. Los resultados son loables y expresan al mejor Ández en su condición de diseñador gráfico.
Volver es una exposición bastante cuidadosa en su relato curatorial y que se agradece por la simplicidad, pulcritud y emotividad del enunciado; asimismo, la transparencia de sus motivos y economía del color (existe una predominancia de los valores, lo que subraya la naturaleza documental de los objetos o iconos). Posee también la virtud de dejarnos satisfechos, al tiempo que deseosos por reencontrarnos con este singular creador que ha desechado los temas “trascendentales” para enmendar la memoria de su abuelo. Vista hace fe.