Si toda persona, en definitiva, no es más que una cierta mirada sobre el mundo, un modo especial de ver las cosas, cabe indagar el sustrato antropológico de esa mirada.
Adolfo Colombres
Desde el arribo de la posmodernidad la ruptura entre las fronteras entre los géneros que conforman el complejo universo audiovisual ha devenido una constante que han sabido cultivar no pocos cineastas en el mundo entero.
En contexto cubano de las últimas décadas hay obras que develan esa insaciable búsqueda expresiva que ha acompañado nuestra filmografía reciente, marcada por el afán de renovación temática y estética tras décadas de desgaste de formulas narrativas que terminaron envejeciendo nuestro cine.
Una muestra de esta nueva tendencia es Suite Habana (2002), documental con elementos de ficción que realizó Fernando Pérez a inicios de este convulso milenio, referente insoslayable para los realizadores de hoy en día.
Dentro de ese tormentoso milenio confluiría la avidez por la experimentación estética con una singular manera de abordar nuestra paradójica realidad desde la óptica irreverente de esos jóvenes realizadores que cada año asaltan el cine Chaplin buscando un espacio para exhibir y compartir no sólo su obra, sino también su visión de la realidad que les ha tocado vivir, no exenta de contradicciones y amarguras, pero también de epopeyas y utopías, no muy diferentes en su esencia a aquellas que inspiraron la generación de Julio García Espinosa, Tomás Gutiérrez Alea, José Massip, Alfredo Guevara, entre otros.
Al igual que esos inconformes cineastas que inmortalizaron su realidad con las herramientas del Neorrealismo italiano a través de El Mégano (1957), documental que constituye el más cercano antecedente del nuevo cine cubano que se gestaría a partir de la creación del ICAIC, Adrian y Arián Pernas con la realización de su inclasificable Uvero, han marcando un precedente y un punto de partida en la manera de concebir el audiovisual cubano, dada la singular manera de imbricar los elementos del documental tradicional con la animación apelando al recurso del 3D para reconstruir las imágenes de una comunidad de la cual se conserva escaso testimonio gráfico, apenas unas pocas fotos que preservan sus más antiguos pobladores, cuyas vivencias de ese extinto lugar devela la nostalgia por su esplendor, por la magia que no ha podido desvanecerse con el paso del tiempo.
Para aquellos que dicen que el tiempo lo borra todo el mero visionaje de esta mezcla entre documental y animación subvierte tan errónea concepción. Según alegara el mismo Arian Pernas en el debate suscitado posterior a la exhibición del documental en las jornadas teóricas de la tercera edición del evento cinematográfico Sur Imagen: “Con Uvero hemos logrado de alguna manera recuperar algo prácticamente inapresable: la mística de un escenario que sólo existe en los recuerdos de sus antiguos habitantes.
Aún así resulta loable el azaroso camino transitado por sus realizadores para devolverle a Uvero una fisonomía bastante cercana a su original, a aquella que pereció con el paso de los años, a través de los recursos expresivos que facilita la animación y en especial los procesos de simulación que permite el 3D, gracias a la reconstrucción de la peculiar sonoridad de su entorno y la exhaustiva investigación que precedió a su culminación, precedida por un riguroso story board tan habitual en cualquier proceso creativo.
Después de nueves meses trascurridos para la realización de una obra demoledora de las infranqueables barreras existentes entre el documental y la animación se ha logrado una pieza audiovisual poseedora de una poética especial capaz de insertarse dentro de la llamada antropología audiovisual, heredera de antecesores como Robert Flaherty, Dziga Vertov, Jean Rouch, quienes combinaron el trabajo de campo de la disciplina antropológica con el registro de la vida y las costumbres de culturas tan ancentrales como los esquimales, inmortalizadas en Nanook, el esquimal (1920), de Flaherty,
A diferencia de obras como El hombre de la cámara (1929), de Dziga Vertov, exponente del denominado cine directo, Uvero reconstruye el pasado desde una arista diferente. Prescinde de la retorica verbalista que ha lastrado el documental cubano hasta nuestros días, sin recurrir a las entrevistas convencionales que limitan la capacidad expresiva del género desde sus orígenes, sin restarle su importancia en determinados casos.
Uvero logra rescatar la imagen de un espacio desde la poesía de sus planos, atrapando la mística de un lugar que sobrevive en el imaginario de sus pobladores, un escenario que se resistía a morir a la espera redentora de sus realizadores, devenidos arqueólogos de una historia que merecía ser contada de esa manera y con las herramientas que ofrece el lenguaje audiovisual.
Afortunadamente para el beneplácito del cine cubano y la cultura cubana, Uvero es el testimonio audiovisual que nos entregaron dos jóvenes seducidos por una hermosa historia que nadie había salvado del olvido, de la indiferencia y la desidia de aquellos que tal vez hoy transiten por esos parajes sin percatarse de la belleza y la mítica historia que encierra dicho lugar.
Estos, inmersos en nuevos proyectos en espera de su realización de seguro nos contagiaran con su cándida sonrisa cuando arribemos a un próximo encuentro con el cine joven.
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