Ser, en el arte, pez de río

Guajacón, en el diccionario de la lengua española, significa “nombre genérico de distintas especies de peces chicos, vivíparos u ovíparos, que se alimentan de larvas”, en el que recoge la voz del pueblo, albergando sabiduría, quiere decir “pez que nada en cualquier agua”.

Cienfuegos, además de haber ganado, por su belleza arquitectónica y la historia sustentada, el epíteto “Perla del Sur”, exhibir un Castillo de Jagua, el más largo Prado del país, con leones autóctonos; y bandera, escudo, himno propios, es la ciudad donde reside el Wayacón humano más inquieto de las artes plásticas cubanas.

Julián Espinosa Rebollido, (16 de noviembre de1941), pintor y escultor autodidacta, cambió su nombre queriendo ser, más que sinónimo de renacuajo, alguien único e irrepetible, para lo cual sustituye, como parte del ingenio que lo caracteriza, la G por W, la j por y, haciéndose nombrar con un neologismo.

Wayacón, el personaje, es la representación de un delirio. Quijote cienfueguero, guardando las distancias entre el personaje de Cervantes y Julián, se iguala a Alfonso Quijano en la creación de un doble para refractarse, sin dejar de recordar, como si fuera poco, al Caballero de París, y algo más: la cantidad de soñadores, alucinados y orates que las ciudades, antiguas o modernas, históricamente han producido y sin palabras, a través de sus cuerpos, hablan lo imposible, brillando, resplandecientes, autónomos. En este caso, dibujar o pintar lo inverosímil es la pantalla o el telón detrás del cual se esconde un ser especial, carismático, perspicaz, fuera de las normas, a quien, con cariño, le dicen el Waya.

En Fabulaciones de Wayacón (Ediciones Mecenas, 2019), Premio de investigación histórica Florentino Morales, 2018, Ana Teresa Guillemí Moreno, su autora, ordena el aparente desorden en que vive el pintor, el caos luminoso de ideas que bullen en su imaginación artística, y conforma un documento literario que encuentra su singularidad mayor en el intento de atrapar los deslumbramientos o ensueños del dibujante, queriendo imitar la que, de seguro, es la más importante creación del Waya: su vida. El mundo interior del artista, oculto tras la palabra “fabulaciones”, aparece frente a nuestros ojos de lectores y en la medida que avanzamos, atravesando páginas o nadando colores, asistimos a una especie de galería en formato de libro, sobre el papel, en la que el único inconveniente es la imposibilidad de reproducir, con el rigor necesario—no en blanco y negro—los cuadros que aparecen.

El arte naíf, que como acepción remite a lo primitivo, e ingenuo, a lo espontáneo y cándido, a lo infantil, o simple, es el objeto de la creación en Wayacón y consiste en plasmar o incrustar manchas, trazos, gestualidades o muecas pictóricas, improntus gráficos sobre el lienzo, o el soporte elegido, donde el pulso del artista, desinteresado, suelto, despreocupándose de formas y contornos, anunciando más que proponiendo, desafiante, se aparta de cualquier simulación plástica o efecto artístico para retratar estados de ánimos, sensaciones, raptos perceptivos que iluminan la realidad de Espinosa Rebollido, mostrando el perfil oculto del mundo que lo rodea, su rostro velado; Wuayacón no se dedica a reproducir la figura humana; el cuerpo del hombre y la mujer, aunque aparecen en sus cuadros, es borroso, imagen aparente, planteada o a penas insinuada, a la que deforma, clasificando como interpretaciones de la condición humana y del ser social que prescribe a los sujetos pintados.

Al mirar detenidamente los cuadros de Rebollido, comprendo que su manera de pintar, la mancha Wayacón, su línea y sensibilidad, esconden infinitas respuestas acerca de nosotros como habitantes de la cultura cubana; exploran nuestro comportamiento, y de algún modo nos explican, proponiendo soluciones artísticas al ardiente conflicto que somos, ese desconcierto pasional en que sucedemos. Se sabe más acerca de nuestra identidad caribeña, el sur y los misterios de Cienfuegos mirando desprejuiciadamente los cuadros del Waya, sintiéndolos.

Si bien su obra es resumen y elogio de la memora naíf —el camino recorrido—que lo antecede (encuentro en sus pinturas reminiscencias de Jean-Michel Basquiat, Henri Rousseau o Ruperto Jay Matamoros; sin contar que Wayacón parece un Paul Gauguin moderno durante su estancia en Tahití) no es menos cierto que el artista cubano ha dejado una huella personal y arrebatadora, indeleble, en el panorama de las artes plásticas al que pertenece, la impronta de una súbita y floreciente irrupción creativa que no por casualidad sucede en la Perla del Sur. Vivir fuera de órbita, desligado del resto, aparte o separado, en la habitación del fondo (que pudiera ser Pueblo Griffo), como si el mundo fuera un rincón, o el basurero (global) de donde extrae los desechos con que pinta, o llena lienzos, la superficie y el contenido del universo, hacen de Julián Espinosa la entidad vital de su pintura, erigiéndose (él mismo) en destino del arte (que hace).

La persona Wayacón se ha convertido, con los años, en la obra más importante de su producción artística, y al enfrentarse (consigo mismo), como si atravesara el espejo, o un túnel de aire donde su imaginación regresa, y lo remita al mismo lugar o paradero, siempre, no es solo su mayor desafío, sino el único horizonte al que conducen sus pasos. Lo primitivo o naif definieron su carácter, dejaron de ser conceptos estéticos o emblemas artísticos para formar la identidad de la cual está constituido su temperamento, haciéndose parte de su organismo, la piel o una de las pieles que lo cubre y protege, encarnando en el enigma que es.

Julián es un óleo vivo, de carne y hueso, que respira, al que le corre sangre por las venas y camina las calles de Cienfuegos deshaciéndose de lo que (en él) sobra o le resulta incómodo para establecer los diálogos francos, directos, sin intermediarios, que lleva a cabo con la naturaleza, arrancándose las marcas sociales que interrumpen el flujo de la vida en él, su latido, fuerza y luz. Esa conversión o metamorfosis, de individuo a pintura, de sujeto a objeto pictórico, le permitió, desde siempre, alcanzar la libertad creativa de la que goza; el Waya, en condición de obra: escultura o dibujo fuera de la galería y de los recintos artísticos, ha resuelto escapar —es lo más significativo— del mercado de las artes (debería decir de los Mercados todos, habidos y por haber), e inatrapable, en fuga permanente, no se deja domeñar o amoldar, ni siquiera poner bridas, haciendo y deshaciendo lo que quiere con el pincel, la espátula, o las gubias al modelar los materiales.

Wayacón no pinta cuadros naíf, lo naíf—el concepto— conforma su fisionomía, lo determina, lo pinta a él dentro del marco que es la sociedad cubana de su tiempo. Su barba desaliñada, la manera de vestir y andar, desarreglado o descomponiéndose al aire libre, ante los ojos del resto, —espectadores pasivos—acciones desafiantes en las que mezcla desatino, razón, osadía, igualando, en una dulce rebeldía, la simple belleza de lo ingenuo, las pigmentaciones del viento, la sabiduría de los niños, el alma de las piedras y el agua, no son sino atributos de su pertenecía a la plataforma naíf, su patria sentimental. Él no elije lo campechano, la espontaneidad o la candidez, esos estandartes lo escogieron a él —seleccionándolo entre muchos— como individuo fuera de los Mercados del Arte, que vive a la altura del pueblo, sin marcas o logos que no sean la hierba, el vuelo de los pájaros, su canto, el amor, lo sentimental, la tierra en pleno, como elemento madre, sin más, escapando del horror que es o en el que han convertido al mundo moderno, reduciendo sus potencialidades y misterio a los arduos caprichos de las Empresas: mercadotecnia y publicidad, basura fosforescente, brillo falso.

El libro no busca ser biografía, aunque pudiera serlo, (al modo Waya). La autora, como estrategia genérica, parte del esquema tradicional de la entrevista, y en un arduo, intenso, hermoso diálogo, ejercicio de preguntas y respuesta donde la curiosidad de Ana, despojándose de prejuicios, se deja llevar por los espejismos wayaconianos (dentro de los cuales por momentos parece ser Guillemí Moreno la entrevistada), trasciende las reglas o medidas de cualquier platica y nos entrega una aguda exploración del artista en cuestión, sus razones de vida y el sentido de la creación (en él).

Comparto algunos ejemplos de la conversación. 

AXIOMAS

El arte es un lujo y un placer. El arte es lo superior del hombre. El arte, como la vida, no es una carrera de cien metros planos, los sabios y los continuos son los que triunfan.

LAS ESCOBAS

Barren para dentro y barren para afuera. Pueden ser traicioneras, hay que saber barrer con ellas. Me encanta pintarlas.

LA VACA

La vaca es un animal noble, fíjate en sus ojos para que veas. Además, te da leche, te alimenta. Cuando está vieja el hombre se la come y se hace zapatos con ella. Por mi amor a las vacas, las pinto.

FAMOSO Y PEJERO

Primero, artista popular y antes de eso, un tipo popular, gente de pueblo.

INVESTIGADOR Y POETA DEL PINCEL

A mí me gusta ver alrededor. Lo miro todo y lo veo todo. Soy un oyente y un investigador… y un poco poeta del pincel.

La poesía, como dimensión o sustancia espiritual, más que el poema; y el arte, en calidad de concepto, acción, destino, más que lo artístico, lo hermoso o bello, lo sublime, abrazan el libro de principio a fin.

Cienfuegos, como metáfora o espacio cultural, más allá de sus fronteras arquitectónicas, épicas, históricas, además de partituras que pertenecen a Benny Moré, y su voz, cantándolas, es o pudiera ser —debido a Wayacón y lo que recuerda o representa su persona—ciertas calles de La Habana por donde El Caballero de París vagabundeaba, algunas páginas del Quijote, el mar en persona. Sí, y en este sentido el libro de Ana Teresa se detiene, fija contenido, establece conocimientos, la obra de Julián Espinosa Rebollido, apropiación, redescubrimiento y permanencia naif, hacen de la Perla del Sur un símbolo de resistencia en tiempos regidos por la dictadura de los medios, el imperio de los mercados, las soberanías mediáticas, internet, fake news, inteligencias artificiales, en medio de los cuales la belleza primitiva de lo humano encarna en el cuerpo de Wayacón y a través de sus manos dibuja signos, arabescos líricos, en el espacio, como si la sociedad mundial —el globo que habitamos— fuera la próxima cueva de Altamira o los trazos del hombre de Neandertal—bisonte o mamut incluidos, rocas, altas llamas de fuego y ceniza, las nubes—el futuro al que debemos regresar.

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