Treinta y un años después de filmar a los niños y niñas que descendían del Il-62 de Cubana de Aviación provenientes de las actuales Ucrania, Belarús y Rusia, en ese momento territorios de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), Roberto Chile conversa sobre su más reciente creación que cuenta la historia de los que arribaban, su dolor, su desarraigo y su recuperación.
Chernóbyl. 26 de abril de 1986. A poco más de 18 kilómetros al noroeste explota el cuarto reactor de la central nuclear Vladimir Ilich Lenin. La historia contada desde hoy expone los errores cometidos entonces y también la incertidumbre y el miedo de los habitantes de aquel lugar, de la conmoción del mundo y de la ayuda de Cuba.
“Sacha, un niño de Chernóbyl”, el documental que produjo Chile junto a la periodista Maribel Acosta y al equipo del multimedio argentino Resumen Latinoamericano, es la narración audiovisual más completa producida en Cuba sobre el programa de atención médica que se extendió desde 1990 hasta el 2011.
—¿Cómo se inserta en la idea de producir el documental?
Se trataba de un viaje a la ternura, a la memoria, a regresar en el tiempo a lo que pudo ser el holocausto tantas veces anunciado, una explosión nuclear que estremeció al mundo, y después, al gesto noble de un país -pequeño geográficamente, pero inmenso en humanidad- que tendió un puente de la sombra y la muerte a la luz y la vida de miles de niños y niñas del otro lado del mundo, que encontraron aquí en esta isla del Caribe, ternura, abrigo y sanación. Graciela Ramírez, la directora de la revista argentina Resumen Latinoamericano y Maribel Acosta, reconocida periodista cubana -con quienes había coincidido antes en más de un proyecto y a quienes admiro y aprecio sinceramente- me invitaban a sumarme a la idea de realizar un audiovisual sobre la atención a los niños de Chernóbil en Cuba. Después, sobre la marcha, armamos el equipo: Maribel y yo al frente alternando funciones; mi hijo Daniel en la segunda cámara; Javier Guilarte, en las luces y el sonido; mi esposa, Vivian González, en las coordinaciones; y Graciela, gestora de la idea, atendiendo hasta el más mínimo detalle para que todo fluyera y contagiándonos con su entusiasmo y su pasión. Así… Sacha, protagonista del documental, su madre Lidia y su esposa Patricia, nos abrieron las puertas de sus vidas y comenzamos a filmar.
—¿Ya usted tenía imágenes filmadas que registraban la llegada de los niños a Cuba? ¿Qué significó remover este pasado de solidaridad?
Fui de los pocos que tuvo el privilegio histórico de ver por primera vez a los primeros niños que arribaron a Cuba en un Il-62 de Cubana de Aviación, el 29 de marzo de 1990, hace ya 31 años. Venían de Ucrania, Rusia y Bielorrusia, con sus rostros desesperanzados en busca de solidaridad y amor, casi tres años después de que estallara el IV reactor de la Central Electronuclear Vladimir Ilich Lenin de Chernóbil, en lo que fue el peor accidente nuclear de la historia de la humanidad. Al pie de la escalerilla los recibió Fidel, quien les abría las puertas de Cuba en un momento crucial de sus vidas. Comenzaba así un programa humanitario que duró años y al que se entregaron con amor y convicción médicos, científicos, enfermeros, trabajadores de la salud, traductores y cientos, miles de cubanos y cubanas que dieron lo mejor de si para cuidar y salvar a todos esos niños.
—¿En los días de filmación qué imágenes priorizaba?
A decir verdad, priorizamos los testimonios, las vivencias de Sacha, de su mamá y de quienes de una forma u otra estaban relacionados con esta historia. También los testimonios de otros niños, hoy adultos, que como él fueron atendidos en Cuba, así como los familiares que los acompañaron. En Ucrania filmamos más entrevistas de las que aparecen en el documental, pero como el centro de la historia era Sacha, no pudimos incluirlas todas. Ya en la sala de edición, decidir fue difícil, pues todas las historias traían una carga de emoción, entonces primó la coherencia del relato, valorarlas como conjunto, y eso siempre de alguna manera duele.
—¿Cuánto tiempo de filmación y cuánto de edición? ¿A qué obstáculos se enfrentaron durante el proceso de producción?
Estuvimos rodando unas tres semanas en Tarará, en varios centros hospitalarios y científicos que de alguna manera habían jugado un rol en el programa y en casa de varios de los entrevistados. Súmale unos diez días en Ucrania donde las distancias son más largas y el transporte más congestionado que en Cuba, lo cual casi siempre dilataba las jornadas de trabajo y por esa razón, muchas veces terminábamos de filmar de madrugada. Valga el apoyo de nuestra eficiente embajadora en Ucrania, Natacha Díaz, su esposo y otros colaboradores cubanos y ucranianos, y el respaldo que tuvimos de amigos de Ucrania, especialmente Olenka, oriunda de Pripyat. El proceso de edición fue mucho más largo porque incluyó el visionaje de todas las entrevistas y la traducción de las que estaban en idioma ruso, a cargo de Svetlana Magazinova. En toda esta etapa, Osmany Beato Morejón, nuestro experimentado editor, jugó un rol esencial. Fueron varios meses de trabajo armando las historias, dándoles forma, en la búsqueda de imágenes de archivo, y en medio de todo eso, el proceso de animación y diseño gráfico a cargo de Reynier Aquino; la corrección del color de la mano de Nancy Angulo y la musicalización con el joven compositor Jorge Fernández Acosta, quien verdaderamente se creció y rebasó con creces todas nuestras expectativas. Vale destacar la labor del editor, su profesionalidad, y su paciencia para resistirnos a Maribel y a mí. La mayor dificultad fue a causa de la pandemia, lo que nos obligó a trabajar muchas veces a distancia o en grupos muy reducidos y tomando precauciones extremas y totalmente nuevas para cualquier cubano. A veces pensé que no íbamos a terminar nunca, pero si, terminamos, y ahí está la obra, con sus defectos y sus virtudes, y claro está, perfectible como toda obra humana.
—¿Había visitado Ucrania alguna vez? ¿Qué fue lo que más le impresionó de ese país, de su cultura y su gente?
Había estado con mi esposa en Kiev años antes de la desintegración de la Unión Soviética, en julio de 1986, en un viaje de estímulo por haber sido seleccionado Vanguardia Nacional. Ucrania era entonces una república de la Unión Soviética. Si te fijas en la fecha, nuestra estancia allí fue unos pocos meses después de la catástrofe nuclear. ¿Quién nos iba a decir que 30 años después íbamos a regresar a esa misma ciudad a rememorar, cámara en mano, el doloroso acontecimiento? Kiev es una ciudad de una belleza arquitectónica sorprendente, repleta de museos, esculturas y catedrales con cúpulas doradas que brillan esplendorosamente cuando les da un solo rayo de sol. Una ciudad con un pasado doloroso por la devastación que sufrió durante la Segunda Guerra Mundial, las revueltas políticas en la Plaza de la Independencia y más recientemente por la catástrofe nuclear, que en cierta medida ha espantado el turismo y la ha convertido en una de las ciudades más desconocidas de Europa. Eso precisamente fue lo que más me impresionó, encontrarme una ciudad llena de vida, de gente, de espacios monumentales y una rica tradición cultural: un país en pleno esplendor que vale la pena conocer.
—¿Cuál era su rutina cuando filmaron en Ucrania? ¿A qué obstáculos se enfrentaron allá?
Nos despertábamos de madrugada para llegar a tiempo a cada cita. Los viajes eran largos y había mucho que hacer en poco tiempo. Nos acostábamos, cuando más temprano a media noche, después de largas jornadas de trabajo. Las horas de filmación volaban porque comenzaba a oscurecer a las cuatro de la tarde. Hubo días en que sentimos el frío hasta en los huesos, disfrutamos de la nieve, de la experiencia de respirar a varios grados bajo cero, y eso, aunque era divertido, hacía más dura la faena.
Pero como teníamos una gran motivación, había afinidad en el equipo y un sincero sentido del deber, se disfrutaba el esfuerzo y el trabajo se volvía placer. ¿Obstáculos? los que aparecen en cualquier filmación, ni más ni menos, pero ninguno capaz de amilanarnos ni vencernos. He vivido más de la mitad de mi vida filmando y este no fue el trabajo más agotador ni arriesgado.
—¿Cuáles momentos recuerda con mayor carga emocional?
Es impresionante llegar a Chernóbil. Uno se estremece de solo pensar que allí, por un error humano, se produjo la explosión que puso a todo el planeta en peligro. Caminar por las salas, los pasillos, trasladarse en el tiempo, sentir que estás en el día y la hora de la explosión nuclear, resulta una experiencia dolorosa e inolvidable. Después, enfrentarte al paisaje desolador de Pripyat, una ciudad llena de color y de vida, que en un abrir y cerrar de ojos quedó desierta e inhabitable para siempre, es desgarrador: estar allí frente a las edificaciones abandonadas, las calles desiertas, el parque de diversiones vacío, la ausencia de vida humana, y ver con mis propios ojos paisajes que había visto más de una vez en la televisión o Internet. Jamás olvidaré la hora y media que estuvimos allí.
Eso contrasta con la emoción que sentimos al llegar con Sacha y Lidia a Chernigov, pintoresco pueblecito donde ellos vivían hasta que viajaron a Cuba, ver la alegría que sintieron al reencontrarse con familiares y amigos, fue un momento inolvidable. Ni la distancia ni el tiempo han disminuido el cariño de ellos por su gente y su lugar de origen. Aunque ahora Sacha y Lidia tienen dos patrias: Ucrania y Cuba.
—¿Cuál fue la historia que más lo impactó? ¿Por qué?
Todas las historias impactan, pero por supuesto, la historia que más me conmovió es la de Sacha, motivo de nuestro documental: un niño que viaja con su madre a Cuba casi al borde de la muerte y se salva. Lo demás no te lo cuento porque sería arruinarle el documental a los que no lo han visto. Solo te digo que se trata de una historia de amor con un final feliz, razón para asomarnos a una de las páginas de solidaridad más hermosas de todos los tiempos escrita por Cuba y su pueblo.
Hubo otras historias cargadas de amor y ternura, como la de Dimitri, un niño de Pripyat que perdió a su padre, liquidador de Chernobyl y vino a atenderse a Cuba; Olga, la doctora que hace más de 30 años se encontró con Fidel en Tarará, le regaló la gorra de su hijo y Fidel le obsequió la suya; Mama Tolia y Papa Tolia unidos en Cuba por la suerte de sus hijos y el amor; y Elena que se restablece de una operación de la columna y después intentó suicidarse. Cada historia trae una carga sentimental, que llega como una flecha al corazón de la gente.
—¿El resultado final fue como lo pensó? ¿Qué inconformidades le quedaron?
Reconforta la repercusión que tuvo el documental a solo unas horas de haberse estrenado en la Mesa Redonda y al retransmitirse posteriormente por el Canal Educativo. La llamada de un Sacha emocionado minutos después de terminar el documental; el mensaje en Twitter de nuestro presidente Miguel Díaz–Canel, los mensajes de felicitación de amigos de Cuba y otros países; la felicidad de Graciela, la productora, al ver el impacto de la obra; y sobre todo, la satisfacción del deber cumplido, de poder honrar con hechos, no con palabras a Fidel, gestor e impulsor del programa, a nuestros médicos y a quienes hicieron posible este gesto solidario que salvó y curó a tantos niños y niñas, son razones para sentirnos satisfechos, aunque me quede, como siempre me ocurre, cierta inconformidad con lo hecho. Pero veamos, como los agradecidos, la luz y no las manchas, y digamos: valió la pena rememorar esta página extraordinaria de solidaridad humana que aún perdura en el recuerdo de aquellos niños y niñas de Chernóbil, que ya es parte de la historia de este país, pequeño geográficamente pero inmenso por su humanidad y grandeza espiritual.
(Tomado de Cubadebate)
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