Cual fábrica de golosinas concebida para satisfacer paladares patrióticos confundidos tanto por la falta de información como por el analfabetismo político, la industria bélico-cinematográfica estadounidense sigue produciendo películas exaltadoras del militarismo intervencionista.
Filmes decididos a ser «profundamente» emotivos, pero que al reiterar fórmulas primarias establecidas para ganarse el aplauso de amplias audiencias se convierten en subproductos comerciales adheridos a la más burda propaganda.
Películas producidas para reclutar la mente de los espectadores, y también a jóvenes norteamericanos que corran a llenar planillas y así convertirse en uno más de los luchadores que han visto en pantalla, plomo de por medio, llevando los principios de «libertad y democracia» a cualquier rincón del planeta donde ellos mismos se han invitado (recordar el caso del soldado Snowden, tan bien plasmado en el filme de Oliver Stone).
Hay películas burdas, menos burdas y otras que, amparadas en supuestas complejidades artísticas, no lo son menos. Son las que prefieren los manipuladores del pensamiento para, en un golpe de magia analítica, maquillar al gato y convertirlo en liebre patriótica.
Una parte importante de la fórmula –que venía siendo utilizada y enriquecida desde el mismo inicio del cine– la dio el mítico John Ford y la siguió al pie de la letra John Wayne cuando en 1960 filma el panfleto nacionalista El Álamo, acerca de la anexión de Texas por parte de Estados Unidos: «Cuando la leyenda se convierta en un hecho –le había recordado a Wayne su viejo preceptor– imprime la leyenda».
Sobre una leyenda trabajó el controvertido Clint Eastwood en su filme El francotirador (American Sniper, 2015) que obtuvo varias nominaciones al Oscar y dos ríos contrastantes de excelentes y malas críticas, entre ellas la del cineasta Michael Moore, escandalizado por el tono racista con que se magnifica la violencia, e igualmente por considerarla descaradamente propagandística.
En muchas de las «buenas críticas» da pena la simpleza analítica de aquellos que aseguran estar ante un hecho nada político y solo humano, la vida del mejor francotirador del ejército norteamericano, Chris Kyle, interpretado por Bradley Cooper. y a quien Eastwood convierte en un romántico vaquero tejano saldando cuentas en favor de «sus muchachos» en las polvorientas calles de Irak.
Se pretende dar cierta diversidad al pensamiento del protagonista, con cuatro misiones y dividiendo su vida entre los conflictos del hogar y la responsabilidad de retornar al campo de batalla donde forma parte –aunque no lo reconozca en sus diálogos y reflexiones– de una tropa invasora. Pero la diversidad es aparente y lo que predomina, como se ha señalado, es una visión patriotera y nacionalista que en ningún momento se cuestiona que busca Estados Unidos en esa guerra que hoy –no obstante, el querer «no ver» de los realizadores– sigue demostrando el horror que ha sido.
«Después de disfrutar la película me han dado deseos de matar a cuanto árabe se atraviese en mi camino», suscribieron unos cuantos en las redes sociales.
Y otros: «Por favor no vayan a ver American Sniper. Es propaganda para promover y normalizar la islamofobia».
Mientras, el reclutamiento de nuevos jóvenes norteamericanos aspirantes a héroes aumentó significativamente durante los días en que American Sniper rompía marcas de taquillas.
(Tomado de Granma)
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