La Casa del Benemérito de las Américas Benito Juárez, ubicada en Obrapía 116, esquina Mercaderes (La Habana), ofrece a los públicos una muestra dual de dos creadores fascinados por los hallazgos, la atemporalidad, los arcanos y la infinitud de los tiempos: Moisés Finalé Aldecoa (Cárdenas, 1957) y Vladimir Rodríguez Sánchez (Perico, 1971): Mitos compartidos, a disposición de los públicos hasta el 7 de diciembre de 2024.
Aunque de un modo estilizado, dejándose arrastrar por las marcas de la poesía, Finalé asume lo sagrado de las culturas tribales (con claros influjos de la espesura popular africana) para colocar ciertos vuelos filosóficos, en modo alguno domeñados por los tiempos, toda vez que asume que los mitos readaptan sus significaciones sin perder las esencias y poseen la dona de la perpetuidad. En su caso, el jubileo de figuras, sublimadas por la somática del arte (yuxtaposición de planos narrativos, composición ajustada, cierto minimalismo cromático…), se produce desde el lenguaje de los símbolos y los mitos, la interculturalidad, esa positura que nos descubre el reconocimiento de los orígenes, imaginarios y tradiciones culturales, consumados como entidades interconectadas que nos hablan del pasado en su vínculo con el ahora mismo, la hibridación de los espíritus ancestrales.
En esos andares nos comparte sus sempiternos bestiarios, diablillos, sacerdotes, guerreros, ninfas, cemíes, máscaras… los signos que ponen en franco diálogo el mundo occidental con las culturas arcaicas, casi siempre en el plano de los ideales, de la contingencia. En este sumun de asideros las formas encomian la sensualidad y gracia de las entelequias, aprovechando la capacidad del cuerpo y los desnudos o semidesnudos para connotar esencias humanas, perfiles criollos que refieren los orígenes del artista, sus raíces ontológicas.
Hay en todo este quehacer un denuedo de tipo antropológico, que focaliza la interpretación de los mitos en tanto expresión de las estructuras sociales y filosóficas, dando cuerpo al folclor más soterrado, recóndito, erigiendo una religiosidad emancipada por el arte, esa visión personal de la cultura primitiva, que recrea con los tonos de la diversidad, como si todos los tiempos convergieran en uno inédito.
Finalé empodera sus figuras con trazos conexos, que se ofrecen a la orgía de las formas texturizadas, virtuales o reales, con una dinámica precisa, esclava de la misticidad de los relatos. A todas luces, concibe un ditirambo de personajes con vínculos estáticos en un universo tornadizo (muy al estilo de los fauvistas y los neo expresionistas), plenos de complicidades, que emergen del barro para tomar el viento por asalto y crear del caos un nuevo orden, acaso con las marcas de una realidad codificada, minimalista en su esencia, densa en su configuración visual, que explora con sensibilidad el diálogo entre el sujeto de la narración y los entornos destemporalizados, al tiempo que una telúrica donde señorean las mixturas de los recursos expresivos y técnicas, el gestualismo, la puesta en escena desde una perspectiva dramática, los contrastes de temperaturas y cromáticos (ora refulgentes, ora destemplados), y la coreografía de los movimientos en el espacio.
En gran medida, las fabulas son una constancia simbiótica del viaje, de la vivencia que proporciona ese andar, ese percibir y pensar las realidades pre-lógicas desde una mirada comprometida que evoca el pasado histórico para concebir una realidad posible y futura.
Rodríguez Sánchez, autor de intensas fabulaciones postmodernas, igual insiste en aventurarse en los estándares del mito, no aquel que se gesta desde la visión de la experiencia tenida (aunque el presente siempre es el pasado), sino del que pudiera erigirse a modo de entelequia, secuela de una realidad expectante, predecible y viable como las tormentas. A diferencia de Finalé, el artista repasa la historia y crea sus propias tradiciones como el más poderoso de los demiurgos, en especial aquellas especies de exóticos plumajes o armazones, de estructuras dinámicas que arrostran la muerte con la misma intensidad con que los misterios y las dudas arropan las sociedades futuristas. Claramente, se trata de un hacedor de mitos. No de bestiarios llagados por el hedonismo de las formas, sino contenedores de una exploración filosófica, cuestionadora del hombre que se consume a sí mismo, practicante de la autofagia, y depredador de la naturaleza toda con la que aún no logra coexistir.
Por esta vez, encubre el lado siniestro de la humanidad para focalizar las formas de representación de sus identidades culturales, que son una recreación fictiva de su propia historia, de su itinerario; esos mitos que hace pasar por hallazgos y en los que subyacen niveles diversos de significación. Son entelequias que se emplazan en el aire y el mundo terrenal, cuando no en una dimensión metafísica, en la que no podemos evitar las eternas interrogantes, ni la inmersión en los reservorios bíblicos, las culturas ancestrales y la teología de los números; marcas de una latente cienticificidad y la voluntad de erigir universos indefinidos, pero dables. En este caso, enfocados en las partes (son fabulas contadas en primer plano) en tanto resquicios del todo, donde el símbolo y la numerología insisten en ser claves de un hervidero igual perneado de la vocación antropológica y la sensibilidad poética.
El fabulador periquero (adoptado por Cienfuegos), que incursiona en la disciplina pictórica, no puede echar a un lado su formación como arquitecto. Este quehacer desborda el tratamiento de la perspectiva, la naturaleza dibujística del enunciado, la corporeidad de las formas, que denotan el origen escultórico de la disciplina con la que siente más cómodo, la tridimensionalidad de las configuraciones; tampoco esa devoción por las estructuras sometidas a la dictadura de las relaciones místicas y los dígitos (el número es la piel perceptible de los seres), el espíritu arqueológico de las narrativas (insistente en el hallazgo y las pertinencias de la muerte), el regusto por las degradaciones cromáticas, la sarcasmo de sus actantes fictivos, que terminan insuflando vida a los dominios del supra mundo.
Justo, ese pensamiento poliédrico que le anima denota sus desvelos existenciales y constatan esa energía característica de los imaginarios, colmados de ciertos conceptualismos en torno a la fracción como representación del todo y a las mutaciones como disposición evolutiva (¿o involutiva?), signo de una realidad lacerada por la estupidez y las adicciones tecnológicas.
Mitos compartidos, reedita las marcas de estilo de dos hacedores matanceros que de una u otra forma han conectado con la ciudad de sévres; especialmente Vladimir, uno de nuestros escultores de cabecera. Se trata de una muestra bi-personal que constata cómo es posible enfocar un mismo tema desde perspectivas diferentes y notorias expresiones creativas.
Autor: Jorge Luis Urra Maqueira