Por: Antonio E. González Rojas.
29 de septiembre de 2011.
El caótico embrollo espiritual, generado por la precoz fractura de lazos afectivos y existenciales; la precipitación hacia simas de densa degradación moral; el definitivo retorno expiatorio hacia el regazo genésico, donde al menos en los espacios naturales, arquitectónicos y hasta en tanques de inodoros, permanecen jirones de la ingenuidad prístina.
Este algoritmo conflictual es eje dramatúrgico alrededor del cual gira el argumento de Marina (Enrique Álvarez, 2011), nueva cinta cubana recién estrenada a finales de septiembre (jueves 29) en los principales cines del país, co-producción ICAIC-EICTV-Festival del Cine Pobre Humberto Solás, la cual apela desde mínima (casi nula) historia, a los conflictos identitarios, diálogo interrupto/recuperado entre ser y contexto natal. Este último no es asumido absurdamente como el mero suelo pisado por nuestras plantas, sino como la conjunción única de saberes, ritos, prácticas y circunstancias que generaron en el ser de marras una conciencia sociocultural, permaneciendo como fundamentos inamovibles (¿sagrados?) de su acervo.
Con esta obra, retornan las cámaras del cine cubano a la esplendorosa ciudad holguinera de Gibara, mitificada por el director Humberto Solás en cintas como la fundacional Lucía (1968) y la postrera Miel para Oshún (2001), esta vez aprehendida por Álvarez desde sus zonas naturales, en explícita concomitancia semiótica con el propio nombre de la protagonista, interpretada por la novel Claudia Muñiz, también co-guionista. La rutilante decadencia arquitectónica de la “capital del cine pobre” es desplazada por el exotismo de agrestes y apacibles playas, poco deformadas por la mano humana, pletóricas de caprichosos cromatismos y composiciones naturales únicas. Ensalzado es todo el bucólico entorno por la fotografía de Santiago Yanes, quien consigue trascender por afortunados momentos la sensación de postal turística trasuntada por el filme, sin salvarlo no obstante del pintoresquismo pictorialista que prácticamente define, más aun que la estética visual, el propio discurso del filme.
Álvarez apela entonces a un preciosista protagonismo contextual, al cual termina subordinándose la sencilla trama de la muchacha que retorna ¿arrepentida? ¿proscrita? ¿nostálgica? Poco parecen importar las motivaciones que insinúan un pasado concreto, excepto la pérdida de un padre siquiera mencionado (¿la identidad?) y los anhelos de la infancia plasmados en una raída libreta atesorada en un inodoro, cuya significación acusaba más contundencia que la finalmente detentada: recordatorio casi banal (por la obviedad) de la infancia perdida. La historia deriva hacia el extrañamiento, donde hasta un tarantineano protagonismo objetual redunda en verdadero enrarecimiento del diálogo entre receptor y personajes, quebrado con cierta torpeza por el estereotipado personaje del Abuelo, encarnado por un Mario Limonta que se desengarza del contenido registro concebido para (e irregularmente mantenido por) los jóvenes protagonistas Claudia Muñiz y Carlos Enrique Almirante (Pablo), quienes frisan los introspectivos caracteres de un Kim Ki-duk (Hierro 3), Aki Kaurismäki (El hombre sin pasado) o Carlos Reygada (Batalla en el cielo). Mas Limonta asume el clásico abuelo de carácter más juvenil que el nieto, dicharachero y pícaro, soñador quijotesco que pretende pescar ballenas. La leve y recurrida poética naif de un personaje como este, desbalancea precisamente el tempo y tono a lo Antonioni (El Eclipse) de la cinta de marras, sin resultar eficaz como posible elemento de extrañamiento dentro del extrañamiento.
Apuesta Marina por la metáfora extraverbal: visual, conductual, enflaqueciendo, incluso descuidando, la medularidad de parlamentos escuetos pero no menos significativos, y la decisiva dirección de actores, que consiga de ellos insinuar universos expresivos sin explayamientos shakesperianos, o cuando menos explotar a conciencia sus deficiencias histriónicas, evidentes sobre todo en la debutante Muñiz, cuya imagen de criollita frívola no logra ser trascendida con la actuación, ni siquiera en la mera concepción del personaje. Ciertas suciedades gestuales, como las dificultades que enfrenta la joven para abrir su bolso y cartera, o para encender los continuos cigarrillos que consume, lejos de lograr desparpajadas naturalidad y rutina, entorpecen, “extrañan” de la peor manera la proyección del caracter. Ni hablar de la toma donde Limonta aparece pescando descalzo sobre una roca, para ipso facto levantarse, correctamente calzado con medias y zapatos. Tampoco anatemicemos el gazapo…
No obstante, Marina delata sólido oficio narrativo, orgánica articulación de atmósferas, tanto opresivas como desahogadas, siempre melancólicas, sobresaliendo la comedida dirección de arte. La balanza se inclina a ojos vistas hacia los apartados no actorales, aumentando el contraste con la inorgánica triada del dicharachero Limonta, la pálida Muñiz y el gruñoncito Almirante, con pretensiones de atormentado. Menos aún descolla la ocasional e injustificada Yusi (Marianela Pupo), generadora de los peores y más innecesarios diálogos, con reconocimiento para el agradable cameo de Rosa Vasconcelos en el personaje de Nena, única interpretación realmente llamativa, aunque igualmente discordante, por su calidez, con el tono establecido para la cinta.
Se podrá huir de todos lados, menos de uno mismo; la felicidad reside en el interior, no en paraísos artificiales: son algunas de las moralejas que hurtan el cuerpo durante toda la trama, para finalmente emerger tras los avatares de esta chica que retorna a sus raíces una vez probado el acre brebaje de la gran ciudad, en busca de la inocencia perdida, en busca de si misma, para encontrar otro joven escudado esta vez en su hosquedad, con quien establece relación sentimental en el casi ilusorio y marino edén gibareño. La cuidada estética contextual de Marina finalmente no pudo evitar explicitar los mensajes trillados, aunque válidos, sobre todo en estos tiempos de deshumanización.
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