Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos (Asunción, 1917-2005), es una gran novela histórica. Bien lo saben quienes aún conservan alguno de aquellos ejemplares de 602 páginas publicados en 1979 por Casa de las Américas.
Si bien trata el tema del dictador, la obra examina otros asuntos de vital importancia en el tiempo de lo contado (primera mitad del siglo XIX) como la confrontación entre el poder de la palabra y la palabra del poder, el tratamiento de la historia y los historiadores, la creación literaria y el papel del periodismo.
Para ello, el texto se focaliza en José Gaspar Rodríguez de Francia y Velasco (1766-1840), prócer de la independencia de Paraguay, figura clave en la forja de esa nación, impulsor de la economía nacional, protector de los humildes y enérgico defensor de la soberanía del país contra los continuos afanes anexionistas de enemigos internos y externos.
Por vías sutiles (y a veces sin disimulo), la ficción aporta datos acerca de cómo la oposición, molesta por la digna postura del gobernante, maniobra con la prensa y desata contra él una feroz campaña difamatoria, de la cual se hacen eco diversos historiadores de la época y aun de etapas posteriores, incluso del siglo XX. De este modo, Rodríguez de Francia se convierte quizá en el primer mandatario hispanoamericano en padecer una cruzada de mentiras como las que hoy se practican a diario contra líderes y gobiernos progresistas de nuestra América.
Esta compleja situación Roa Bastos la sugiere a partir de una ingeniosa solución técnica, en lugar de acudir al lógico narrador-demiurgo, único capaz de abarcar todo el saber, la entrega de modo fragmentario mediante el discurso maravilloso de un narrador interno (primera persona): el propio protagonista Rodríguez de Francia, pero sin referir nunca su apelativo, ni siquiera la variante de Dr. Francia, como lo conocían en su época; solo lo nombra el Supremo (a veces Karaí Guazú, «Gran Señor» en guaraní, o Dictador Perpetuo), con la probable idea de mitificarlo (así era visto por parte del pueblo), mucho más cuando en la novela, y esta es otra brillante estrategia del autor, el Supremo no es un ser vivo, sino un muerto.
A pesar de existir desde antes tal artificio en la narrativa hispanoamericana (Pedro Páramo, La muerte de Artemio Cruz, Popol Vuh), Roa Bastos lo renueva y le saca múltiple provecho; ante todo consigue la hazaña de establecer la omnisciencia en el protagonista, algo solo reservado al narrador omnisciente en tercera persona. Ello viabiliza la presencia de una serie de matices cognitivos, lingüísticos, sicológicos, axiológicos, tropológicos, intertextuales, metadiegéticos y de otra especie, solo posibles por la dualidad YO/ÉL del personaje. Y esto, vale recordarlo, se lleva a cabo nada más y nada menos que en una novela histórica, lo que transforma y enriquece tal variedad genérica en el continente.
Si los niveles semánticos y del narrador se distinguen por su refinamiento, otro tanto puede decirse de la estructura narrativa. Al ser la intemporalidad una condición de Yo el Supremo, el autor elige con total acierto una estructura inesperada, no en capítulos, sino en bloques separados por espacios en blanco, lo cual permite leer la ficción desde cualquiera de ellos y producir el efecto de circularidad, del no tiempo, el no espacio, la no materialidad, donde solo «se escucha» la voz del Supremo, fabuloso monólogo que se parodia a sí mismo y a los registros de otros entes ficticios e históricos, como Policarpo Patiño, secretario del Supremo. Intensidad dialógica que inspira distintas interpretaciones para echar luces sobre el ayer, el hoy y el porvenir, lo que parece haber sido el supremo deseo de Augusto Roa Bastos.
(Tomado de Granma)
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