La concesión de los dos más recientes premios nacionales de literatura – los otorgados a Leonardo Padura y Reina María Rodríguez – me han ayudado a acabar de definir unas ideas cuyo germen tenía en mente desde meses atrás.
Lo primero que me gustaría aclarar es que admiro la obra del novelista y la poetisa.
La poesía de Reina María (su autora está llegando ahora a los sesenta años) me interesó desde que apareció La gente de mi barrio, el primero de sus poemarios.
Me pareció entonces que, de modo bastante obvio, ese libro estaba en la dirección de la poesía que venía, en estilo y asuntos poéticos, de la manera que caracterizó nuestros años sesenta, desde el cuaderno que mejor y primero la representó, que fue Historia antigua, de Roberto Fernández Retamar, de 1965.
No tuve duda entonces que tanto por su fecha de nacimiento como por su trabajo poético, Reina María se colocaba como un claro final de la poesía conversacional que había sido el centro del trabajo de los poetas de mi generación aunque, en manera alguna, constituyó el único modo que ella tuvo de expresarse.
Puedo decir que, cuando en 1984 fui miembro del jurado de poesía del Premio Casa, me complació contribuir a otorgarle a Reina María ese importante premio por su libro Para un cordero blanco.
A la poesía conversacional rinde también tributo la voz de Nancy Morejón (1944) con poemarios como Amor. ciudad atribuida y, sobre todo, Richard trajo su flauta y otros argumentos, de 1967. Pero, después, la poesía de Nancy enrumba por caminos diferentes: el hallazgo poético de su negritud y el culto a una expresión signada por el amor a la palabra lujosa, que le trae su formación en la tradición poética francesa. Pero Nancy tiene, desde bien temprano, el premio nacional de literatura, que todavía le falta a otra esencial voz femenina que –a mi modo de ver– debió recibirlo antes que Reina María. Estoy hablando de Lina de Feria.
Todavía más que la de Nancy, la de Lina representa esa poesía de la oscuridad, del enriquecedor laberinto de la palabra que, en la poesía cubana, permanentemente aparece al lado de la poesía de la claridad. Creo que, además, Lina ha tenido más incidencia que Reina María en el trabajo de las nuevas promociones de poetas cubanos.
A ese ámbito casaliano de la oscuridad, pertenece también la obra de Raúl Hernández Novás, a quien se ha colocado como representante de la “generación de los años ochenta”, denominada por algún crítico por su fecha de irrupción en la difusión de la literatura pero, como se ve, en la que puede resultar esencial una voz que pertenece a la generación que la precede.
A través de la que se llamó en esos días “la guerra de los correos”, se dijeron electrónicamente las cosas que no se pudieron decir en los años setenta y, de alguna manera, fue también llover sobre mojado.
El caso de Raúl Hernández Novás y el de mi propio poemario El libro rojo, aparecido muchos años después de 1971 – cuando debió editarse, después de haber sido finalista en el Premio Casa – nos están indicando que hace rato sonó la hora de cesar las repetitivas quejas sobre el Quinquenio y, en su lugar, precisar que procesos cortó, cuáles obras interrumpió y de qué manera alteró el proceso de nuestra literatura.
Aunque no he sido íntimo de Leonardo Padura, creo que tengo una buena relación con él y, sobre todo, he sido un admirador de su obra narrativa. Mi voto fue el que, en muy reñida decisión, decidió el otorgamiento del premio de la crítica a su obra La novela de mi vida, sobre la esencial figura que es, para la literatura cubana, José María Heredia.
Me hubiera parecido su novela mejor, si no hubiera sido porque, a la ácida crítica de Padura a Domingo Delmonte, le faltó un aspecto esencial: consignar el equivocado rechazo de Delmonte a los hallazgos románticos del poema herediano. Acaso Padura – narrador y no poeta – no pudo adentrarse en esa manquedad esencial de la sin duda muy calificada crítica delmontina. Por ello, entre sus novelas, sigo prefiriendo la excelente La neblina del ayer.
La superexitosa El hombre que amaba los perros me parece un tanto reiterativa después de la gran trilogía histórica de Isaac Deutscher, que acaso la generación de Padura ignoró, pero que fue esencial para la formación ideológica de una fundamental porción de la mía. No hay que olvidar que el grupo de jóvenes pensadores que centró el trabajo de Pensamiento crítico, publicó regularmente en El Caimán Barbudo. Y, literariamente, creo que la investigación histórica le desborda la estructura novelesca a la novela: la trama sufre porque empiezan a aparecer situaciones narrativas que podrían ser útiles a la indagación histórica, pero que ella no necesita.
Padura ha dicho que fue su generación la que devolvió la vitalidad a la literatura cubana tras el penoso período del Quinquenio Gris. Creo que esa es una visión extremadamente parcial.
Las represiones y censuras del Quinquenio Gris fueron tan abarcadoras en el ámbito literario que fue casi toda la literatura cubana de valía – exceptúo a Nicolás Guillén y a Alejo Carpentier, que claro que no fueron censurados –la que recomenzó a devolverle vitalidad a la difusión de la misma. En cuanto a las obras nuevas, resultó esencial, en las entradas de los años ochenta, la obra de Luis Rogelio Nogueras: me refiero a la aparición de un poemario como Imitación de la vida, (Premio Casa de las Américas y elogiado por José Saramago) y de una novela como Y si muero mañana, en la que la trama policial se trataba como nunca hasta entonces se había tratado entre nosotros.
Antes de otorgarle el Premio Nacional de Literatura a Leonardo Padura, me parecía más justo y mucho más correspondiente con nuestra historia cultural, habérselo concedido a Eduardo Heras León.
El Chino, ácidamente estigmatizado en los días del Quinquenio Gris por haber escrito el que me parece su mejor libro (Los pasos en la hierba) no escribió una literatura que las conservadoras grandes editoriales de los tiempos que corren habrían editado, pero contribuyó, con varios libros de relatos de gran calidad a conformar una narrativa épica que, junto a los libros de Jesús Díaz y Norberto Fuentes, Ilustra los días heroicos en que se enmarcaron hechos como la batalla de Playa Girón, la limpia del Escambray y la Zafra de los Diez Millones: no mirar esa historia, es no mirar lo que somos, es desconocernos nosotros mismos.
Lamenté enormemente cuando Jesús decidió abandonar el país y la Revolución. Pero le escuché decir alguna vez a mi profesor Raimundo Lazo que los escritores no cruzan las fronteras con sus libros debajo del brazo. Si hemos publicado textos de exiliados como Jorge Mañach, Lino Novás Calvo y Carlos Montenegro, esenciales para comprender la literatura del país; si premiamos estudios sobre la obra narrativa de Calvert Casey, o publicamos un importante estudio sobre la crítica cinematográfica de Guillermo Cabrera Infante, creo que es imposible no reeditar novelas como Las iniciales de la tierra –la mas importante novela de la Revolución Cubana– o editar esa juguetona y trágica obra maestra que es Las palabras perdidas.
Admiro el trabajo de Padura, pero creo que tenía tiempo para obtener ese galardón por un trabajo que abarque mejor la obra de toda su vida.
Si vamos a subordinar el Premio Nacional a los éxitos de mercado –sobre todo foráneos– creo que desconoceremos nuestra historia y tendremos que esperar a que desde fuera nos digan cómo debe ser.
Dos veces he sido miembro del jurado que concede el Premio Nacional de Literatura. La primera vez, tuvimos en cuenta la decisiva obra crítica de Ángel Augier, pero también su ancianidad; lo propio ocurrió al concederle el galardón a Humberto Arenal, autor de una obra narrativa un tanto magra. Valoramos la larga presencia de Humberto en la vida cultural cubana.
Los jurados que conceden el Premio han variado numerosas veces. Por ello, no creo que su otorgamiento deba regirse por el variable criterio de los diferentes jurados, sino que debieran existir unas normas que guiaran la acción del jurado para conciliar –como ha sido en algunos casos– el éxito editorial con el reconocimiento a la obra de la vida y a la historia de nuestra cultura, y no invisibilizar momentos, obras y autores esenciales de nuestra literatura.
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