Por: Lisandra Marene
21 de abril del 2009
Hay quienes se van y jamás regresan. Mas, siempre será el amor cuanto impida a muchos decir adiós definitivo a un terruño evocador de toda poética: Cienfuegos.
Vuela sueño y canta otra vez en las calles de esta ciudad a la que supe conmigo desde cualquier sitio -clama en versos musicalizados uno de sus ilustres hijos. Aún discípulo del Trovador, Lázaro S. García Gil (1947) excita la décima, balada, son y bolero sobre el escenario del coliseo Tomás Terry. Le urge hacerle saber a la madre cuasibicentenaria cuánto lirismo alberga para su bahía, cúpulas, arcos, leones y palacetes. ¿Acaso existe mejor abrigo que sus noches de concierto?
Podrá ella, incluso, clavarle hondo Dardos de miel. Los cinco sentidos del hombre-cantor se aguzarían entonces. Las manos retribuirían con una obra en el pentagrama, transparente, de esas a través de las cuales alcanza uno a entender que las raíces guajiras permanecen justo donde quedaron cinco años atrás, porque la partida hacia la capital de la Isla marcó tras de sí el sendero de vuelta.
¡Con razón parecieran incompletas las metáforas en señal de gratitud! ¡Le debe tanta inspiración! Líneas dedicadas a un Pequeñín bien familiar; sonetos a la cubanía; esa pasión y creatividad únicas, capaces de tomar el pulso a las tradiciones y a lo regional contemporáneo, renuevan las cuerdas de la Nueva Trova.
“Estoy cumpliendo ahora un reclamo de mí mismo -confiesa en público el artista. Este suelo tiene para mí infinidad de implicaciones afectivas. Quiero componer (…) Sin pecar de chovinista, el entorno que te ve crecer despierta los recuerdos”.
Sea Al sur de mi mochila o en Carretón, la promesa está escrita: le hablaría en el lenguaje de la guitarra hasta la muerte misma. Si de tanto soñarte, bella con arquitectura de Perla, le apura retornar a tu lecho porque Cree en el amor.
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