Tienes un deseo abrasador: amas a los caballos. Incluso eres propietario de dos (sean reales o imaginarios): uno rojo de crin dorada que puede orientarse en la noche más oscura mientras observa a los astros; otro que come flores y jardines y que, al mirarle a los ojos, te permite disfrutar de las escenas y colores más intensos y hermosos del universo. Eres feliz así. Has encontrado un modo de ser feliz. Pero ocurre algo inesperado. Pierdes a tus dos caballos. Ya sea porque nunca te los dan, o ya sea porque te los retienen y cuando te los devuelven ya están maltrechos, unos simples pencos.
El espectador puede seguir los sucesos de estos dos conflictos semejantes y eficazmente entrelazados en la obra teatral “Todos mis hermosos caballos”, escrita y dirigida por Atilio Caballero, a partir de “Michael Kohlhaas”, de von Kleist, con textos de Cormac McCarthy, Leon Tolstoi, Onelio Jorge Cardoso; y que fue representada en la sala A cuestas, el pasado sábado 17 de agosto.
El monólogo, interpretado por Abel Domínguez, actor de ‘Teatro de La Fortaleza’, te sacude por momentos porque la vibrante actuación da voz y sangre a las dos historias paralelas que tienen en común tomarse la justicia por mano propia. Dos bolas de nieve que se transforman en avalancha.
La justicia por tu mano y la justicia de la imaginación desbocada
La apropiación que realiza Atilio de la célebre obra de Heinrich von Kleist se entreteje con el deseo de un niño campesino cubano que sueña a sus más hermosos caballos.
Ambas historias tienen un motivo común: la compensación. Kohlhaas quiere justicia por sus caballos perdidos; el niño desea el encuentro con sus caballos anhelados.
Son de fina poesía las escenas donde el protagonista-narrador se sueña en una cabalgata de guerra, levantando el polen dorado de los campos; y donde se transfigura en un caballo más de la manada que corre en plena libertad junto a sus congéneres. Calor de sangre y sublimación de la vida, estas carreras enaltecen la sociedad casi perfecta: “El orden es más perdurable en el corazón del caballo”.
Nombres de grandes corceles pertenecientes a emperadores, guerreros y vaqueros, aparecen en la obra, representados en infantil contraste mediante figurillas de arcilla, alambre y plástico, durante una empática secuencia en la cual se obtiene la complicidad con el público.
La justicia alcanzada por el desbocado imaginario del niño —quien fabrica sus propios caballos con madera de bienvestido—, dialoga con la justicia deseada por el rebelde Kohlhaas quien “ejerce el derecho de resistencia, al que tiene derecho porque el Estado no protege sus derechos”, y se ve arrastrado a la rebelión debido a su propio carácter y sentido de equidad.
Esta combinación de enajenación fantástica y rebeldía está loablemente representada por Abel Domínguez, que alterna con eficacia los tonos de voz para encarnar a ambos personajes; y en la intensa escena de la doma del cerrero, consigue enlazar y reducir a la silla-caballo realizando un conjunto de difíciles movimientos miméticos, en coordinación con el texto, lo cual revelan no solo su buena forma física, sino el excelente dominio de los recursos actorales.
La simbología donde se reúnen todos los deseos: exigir el futuro
Kohlhaas tuvo la profecía de una gitana que anunciaba la terminación del linaje de su señor; el niño acaricia el anhelo de que sus caballos se materialicen.
Ni siquiera en el final descuida el dramaturgo la simbiosis de ambos personajes.
Mediante un reclamo de esperanza triste, pero esperanza al fin, casi a una voz, exigen en tono grave y a modo de letanía:
“Déjame ver los caballos otra vez”
“Déjame ver los caballos otra vez”
“Déjame ver los caballos otra vez”
Lo que provocó en este humilde espectador un catártico erizamiento.
Guerra y fantasía, venganza y sublimación, se entreveran en esta suerte de vidas paralelas, fluyentes dentro de un unipersonal con desplazamientos actorales precisos, escenografía actuante compuesta por objetos bien distribuidos, y la música que sincroniza con el ritmo narrativo.
Un monólogo que honraría a cualquier festival del género.
Autor: Ernesto Peña