La insalvable larga distancia hasta el paraíso

Filme larga distancia

Filme larga distanciaPor: Antonio E. González Rojas.
22  de diciembre de 2011.

A pesar de las imágenes de balseros cubanos intercaladas en sus créditos iniciales, la cinta Larga Distancia (Esteban Insausti, 2010), aparenta ser una obra más sobre la “middle age crisis”; intimista velada de cuatro amigos trentones, asaeteadas sus espaldas por frustraciones y carencias afectivas, atormentados por sueños juveniles incumplidos y sobreabundancias grasas, al estilo de Reencuentro (Lawrence Kasdan, 1983), pero en migrante clave cubana: adicionadas al panorama las tormentas del desarraigo, la soledad y la nostalgia.



En parte, el largometraje no deja de afiliarse a dicha tendencia, esquema básico sobre el que el realizador de Existen (2005), articula un discurso generacional más complejo, quizás patéticamente militante, acerca de los senderos bifurcados tomados por muchos de sus coetáneos etarios en su deambular por un jardín de eventualidades más kafkianas que borgianas.

Concentra el filme, con bastante éxito en los cuatro protagónicos: Ana (Zulema Clares), Bárbara (Lynn Cruz), Ricardo (Tomás Cao) y Juan Carlos (Alexis Díaz de Villegas), la impenetrable selva oscura que siguió al cataclismo de la Utopía, donde ningún oportuno Virgilio ofreció sus servicios de lazarillo infernal, para salvar airoso los siete círculos del dolor, donde todos los ideales ochenteros se diluyeron, respectivamente, en ningunidad nostálgica, prostitución, pobreza y frustraciones artísticas de estos fantasmas congregados ante el altar donde arden sus vidas en holocausto a la Nada omnipotente, final de toda ínfula eternal.

En correspondencia con el obrar anterior de Insausti, caracterizado por meticulosa estética, generadora de ambientes opresivos hasta la desesperanza absoluta, o impersonales hasta la más alienada inhumanidad (tributario es este autor de la impecable impronta dejada en el cine nacional por las direcciones de arte de Gutiérrez Alea y Pineda-Barnet), Larga distancia luce impecable composición de atmósferas, cuya presencia casi protagónica en la cinta va más allá del mero escenario, deviniendo estos gélidos retablos y ajadas cobachas, equivalentes especulares de las tormentas espirituales de los protagonistas.

Entrelazadas son las progresiones dramáticas de las historias y los diversos niveles de realidad (reunión de amigos, devenires e ilusiones personales), en armónico montaje que busca equilibrar ritmos, tensiones y clímax, según escuela clásica sentada por obras como la plural Intolerancia (David W. Griffith, 1916), pero sin llegar a las bizarrías corales posmodernas de Alejandro González Iñárritu (21 gramos, 2003), los desafíos narrativos de Christopher Nolan (Memento, 2000), y Gaspar Noé (Irreversible, 2002), o las sorpresivas cajas chinas situacionales de Juan Carlos Tabío (Dolly back, 1986; Aunque estés lejos, 2003).

Quizás en excesivo, aunque hasta cierto punto justificado intento por explicitar intenciones críticas, por enfatizar el inalienable derecho a validar la mirada generacional sobre las circunstancias y circunstancialidades contemporáneas (soslayadas, esquivadas de muchas maneras en áreas de no ficción del audiovisual cubano; reivindicadas por otros de sus contemporáneos como Hamlet y Coyula), recurre Insausti a las alternancias documentales, traducidas en entrevistas relacionadas con la conflictualidad bosquejada, al estilo, salvando distancias, de When Harry met Sally (Rob Reiner, 1989), Cilantro y Perejil (Rafael Montero, 1996), Idioterne (Lars von Trier, 1998), e incluso Los dioses rotos (Ernesto Daranas, 2009). La excesiva dramatización de estos testimonios, cuyo empalme orgánico con los más intensos avatares fictivos, colindantes con ciertos tonos de Barrio Cuba (Humberto Solás, 2005), no es logrado a cabalidad, conspira en detrimento de la intencionada bilocación ficción-no ficción, sí conseguida con pericia de orfebre en una cinta como American Splendor (Robert Pulcini y Sharin Springer Berman, 2003).

Ofrece Larga distancia un registro actoral balanceado, donde suele descarriarse un tanto Lynn Cruz, cuyos parlamentos sufren de cierta inaprehensión, compensada un tanto por la sólida contención de Zulema Clares, la suave intensidad de Tomás Cao y la organicidad de Alexis Díaz de Villegas. Soportados son todos por un elenco secundario, donde resaltan la frustrada (y frustrante) rusa parricida de Coralia Veloz y la sufridamente comedida anciana de Verónica Lynn. Balanceadas, más no caídas de la siempre peligrosa cuerda floja, que pende sobre las tempestuosas aguas contiguas de la tragedia patética y el melodrama llorón, las interpretaciones entretejen un sólido sendero sobre el que los públicos son conducidos hacia el final, no menos duro por adivinado, donde las suertes corridas tanto por los muertos como por la alienada Ana, son igualmente terribles.

Después de la vuelta de tuerca que Casa Vieja (Lester Hamlet, 2010) imprimió a la concepción cinematográfica del emigrante cubano, ya despojado de remordimientos nostálgicos o desdibujes identitarios; la alienación hastiada de Ana en su portentosa mansión de mantenida del jefe, huele a más de lo mismo. Las peripecias de este personaje-leitmotiv son además relegadas a la esquematización, casi velada alusión, sufriendo la solidez de su historia particular, hasta resultar este carácter casi mero espectador de las desgracias ajenas.

Una vez más, la mirada de los realizadores más jóvenes del cine cubano, que a buena hora ya protagonizan la palestra fílmica nacional, levantan costras de anquilosado optimismo y soso costumbrismo, cual los cuadros de Sabina en la novela La insoportable levedad del ser. En obras como las mencionadas Los dioses rotos y Casa Vieja; Chamaco (Juan Carlos Cremata, 2010), Memorias del Desarrollo (Miguel Coyula, 2010), y hasta en La Edad de la Peseta y Omertá (Pavel Giroud, 2006 y 2008), se vuelcan las miradas hacia los muñones con que la Utopía aún saluda desde su tribuna a los ya descreídos autómatas, congregados ante ella por pura costumbre, listos a volverle las espaldas a la primera oportunidad. Además Larga distancia resulta en singular manifiesto estético de Esteban Insausti, uno de los más seguros abanderados del cine de autor nacional más presente que futuro.

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