La inmortalidad como recurso del poema: Ian Rodríguez

Ian Rodriguez Perez escritor

Ian Rodriguez Perez escritorPor: Cuba Literaria.
18  de julio de 2011.

La obra poética de Ian Rodríguez (Las Tunas, 1973), gestada en la Isla de la Juventud y posteriormente edificada en Cienfuegos, guarda la esencia de su historia. Posee una rara belleza, a pesar de que sus libros parezcan cicatrices. Hay un juego de imágenes, espejos quemarcan las contradicciones del hombre ante la sociedad.



Tras la salida de _Velas en torno al corazón demente_, en 1997, se avizoraba la existencia de un poeta distinguible. El verso de Ian es cuestionador y posee años de lecturas en las que Paco Mir puso su mirada. ¿Cuántos poetas transitan por la vida sin estremecer? ¿Cuántos quedan al margen de un tiempo implacable?

Cada libro esgrime verdades. Cada libro es diferente: _Cambiar las formas de sueño_; _Agudos del silencio_; _Nocturnidades_, recogidos luego en _Esta costumbre de soñar lo mismo_, dejan al lector con el deseo de continuar la intensidad del vuelo porque sus versos son tiernos, y la vez, demoledores.

Con _País de estatuas_, el poeta se debate en la inmortalidad de las estatuas, en la melancolía del restaurador, en la prisión del alma y en la salvación desde la patria del poema.

1

País de estatuas, no es tu silencio lo que me acongoja, es el rictus de mis labios. Llueve y no sé por qué las estatuas sostienen mis palabras. Triste espectáculo no comprenderlas. Entre ellas y yo, un alcatraz, el mar insondable. ¡Qué terrible: sus lágrimas no pesan! Van a abrazarse esta vez yo me consuelo– van a pertrechar sus cuerpos, las estatuas. Confío en su paz para no morir de soberbia. Les doy mi voz, por si les urge callar.

24

A Carlos Esquivel y a Frank Castell

Un amigo es también tu soledad. Entre las aguas y el silencio, la soledad del puente. Un pez flota boca arriba y el agua se desborda, pero el restaurador ve mucho más. Sin esta figurilla de piedra no entendería su soledad ni los atardeceres municipales. Desde el banco, de espaldas a la fuente, mira hacia arriba y agradece la soledad que Dios les ha inventado, para que él y la estatua sueñen encontrarse por algún rincón del parque, agradecidos de poder intercambiar una palabra que los desnude. La estatua llora la soledad del restaurador. Se saben una misma vida petrificada.

36

El vendedor de periódicos no acostumbra a escuchar en su voz la tristeza que el domingo me depara. Los domingos siempre me recuerdan instantes en los que he sido humillado. La inocencia que subsiste en sus gritos evoca aquellos que prefería no perpetuar, y le compro -haciendo caso omiso al valor- todo ese papel desgastado que no merece tanto
alboroto.

(Es amargo el silencio, más tristes suelen ser, impresas, ciertas palabras).

40

Nos resistimos a comprender que aquí no pasa nada. El silencio es estruendo. Tendríamos que vernos por dentro para
comprender qué intentan decir las estatuas en sus mudas poses. Consentir que el gris se confabula con el destino y humanamente nos petrifica, sedientos.
Adivino en los ademanes de los árboles algo muy cercano a la indiferencia del gesto humano. Nada nos consuela, ni el canto de esas aves que ya no existen. Intentamos restaurar todas las cosas absurdas que nos condenan. Tendrían que decidir confesarnos ellas que aquí no ocurre nada: “eres aliento de las sombras, el que tantea nuestros designios y nada comprende”.
Pero, ¿cómo vamos a confiar en los labios de una estatua? ¿Cómo vamos a fiarnos de sus palabras? ¿Cómo dejar que nos perturbe una revelación de tal naturaleza, esa manera tan callada de ocupar tantos sitios en el mundo? Sus labios entreabiertos no paran de decirme: “así es tu país, este es tu país, no deberías tener dudas, tanto aclamaste a la Muerte para que te repatriara de la vida y ahora muestras inconformidad”.

47

No ignores a las estatuas que ellas nunca ignoran, y mañana, seguramente mañana serán tu inasible prolongación; una de ellas será la transparencia de esa sombra que ahora eres, ignorada en el mundo.
Todo el tiempo que le dediques hoy, mañana te lo agradecerán las estatuas en atisbos de luz; ellas, las inertes, las generosas petrificaciones de lo vivo, mañana estarán correspondiendo tu detenida preocupación, esa manía de restaurar las notas musicales, el pentagrama que sólo tú procuras obtener de sus corroídos cuerpos.
Dedícale todo el tiempo que puedas a su reposado silencio y las estatuas cantarán por ti, su obertura será mañana el húmedo temblor que hay en tus manos al recorrerlas, y mañana, mañana le harán saber al mundo que tu corazón no es la lata que todos patean por las avenidas, ellas comunicarán en gratitud de qué latitudes, de los parajes tan recónditos e ignorados proviene el desafinado violín que en tu pecho silencias.

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