«Lo importante es saber guardar esa calidad intuitiva del niño, esa virginidad de la mirada, del olfato, de los sentimientos, y reforzarla a lo largo de la vida con la cultura», le confesó Julio Cortázar, en una entrevista, a la académica estadounidense Sara Castro-Klaren.
Desde su infancia –nació el 26 de agosto de 1914– escudriñó cada detalle con ojos tímidos, pero listos para descubrir las alteraciones en la precaria estabilidad del orden racional. Conservó esa virtud toda su existencia, compartida, entre Argentina y Francia, aunque conquistó la ciudadanía del mundo.
Las casualidades, denominadas así para tranquilidad de las mayorías, despertaban en él la promesa de un puente a la otra orilla de la realidad. Amigo íntimo de los secretos de la fantasía, creció sin olvidar el oficio de niño.
Todas sus mujeres les señalaron su puerilidad, pero gracias a ella desarrolló el arte de captar lo extraordinario, y asumió la literatura como un ejercicio lúdico muy serio, contó en el libro de Ernesto González Bermejo Revelaciones de un cronopio. Conversaciones con Cortázar.
Desde la Ciudad Luz, en horas melancólicas, evocó con un episodio de su infancia las Veredas de Buenos Aires, poema convertido en una pieza musical, junto a los cantantes Juan Cedrón y Edgardo Cantón: De pibes la llamamos la vedera / y a ella le gustó que la quisiéramos. / En su lomo sufrido dibujamos / tantas rayuelas.
Con el nombre de ese juego infantil bautizó su novela de mayor trascendencia –Rayuela–, un año después de regalarnos las Historias de cronopios y de famas. En ese universo, armado de la imaginación, la poesía y el humor, luchó para subvertir las convenciones sociales aceptadas de antemano, como un infante que pregunta sin cesar.
Cuando ya lo apremiaba el reloj de su vida, emprendió un trayecto único con su gran amor, Carol Dunlop, a lo largo de una autopista. Enemigos de la prisa, habitaron alrededor de la carretera durante poco más de un mes, visitaron cada paradero y les confirieron su auténtico valor como sitios para contemplar; desde la calma, la fuga indetenible del tiempo.
De esa aventura surgió una obra conmovedora, redactada entre sus dos protagonistas: Los autonautas de la cosmopista o Un viaje atemporal París-Marsella. En uno de los capítulos escritos por Carol (la Osita), le habló a su Lobo sobre «lo desconocido que se tiende por muchos años todavía, si quieres explorarlo con tus ojos de niño».
Porque preservó su inocencia primera, el gran narrador sostuvo su fe en la búsqueda de lo mejor del ser humano. Apegado a esas raíces, reafirmó la fidelidad a la Revolución Cubana, a pesar de amarguras ocasionales, y abrazó con pasión de adolescente la Nicaragua Sandinista, como si descolgara varias décadas de su espalda.
Eduardo Galeano, con su mágica síntesis, trazó en El siglo del viento (Memoria del fuego, 3) el itinerario vital de Cortázar: «Él estaba yendo desde el final hacia el principio: del desaliento al entusiasmo, de la indiferencia a la pasión, de la soledad a la solidaridad. A sus casi 70 años, era un niño que tenía todas las edades a la vez».
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