José Martí, el maestro

Apóstol y Maestro fue llamado Martí en vida a menudo, apelativos recogidos también por la posteridad para indicar su condición de guía del pueblo cubano hacia la independencia. Aluden, por tanto, sobre todo, a su condición de líder político.  

Sin embargo, el revolucionario cubano ejerció el magisterio en más de una ocasión a lo largo de su vida, y fue durante tal práctica que el término fue cobrando un alcance más allá del aula para referirse a su acción como dirigente de los emigrados.  

Se dice que desde su temprana juventud, durante su estancia en Madrid luego de ser deportado de Cuba, impartió algunas clases particulares en un hogar de familia cubana, lo que no se ha podido comprobar. Su inicio efectivo en la enseñanza tuvo lugar en Guatemala, en 1877, cuando a poco de su llegada fue contratado por el gobierno de ese país para impartir clases en la Escuela Normal, una de las grandes realizaciones de la reforma liberal guatemalteca, empeñada en elevar la educación para transformar el país.

Un cubano de Bayamo que había acompañado a Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868 para comenzar la primera guerra por la libertad de la Isla, José María Izaguirre, era el director de esa escuela y le ofreció a Martí la clase de literatura e, interinamente, los ejercicios de composición.  

Al mes siguiente fue nombrado también catedrático de Literatura y de Historia de la Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Central. Y un tiempo después ofrecía clases gratuitas de composición en la Academia de Niñas de Centro América, dirigida por una hermana de Izaguirre.  

A través del magisterio se insertó Martí en la vida guatemalteca. Con sólo 24 años de edad se convirtió muy pronto en el adalid de la juventud estudiosa, tanto de los muchachos de origen humilde que se formaban en la Escuela Normal, como de los hijos de adinerados y aristócratas que tenían acceso a los estudios superiores, como de las muchachas de esa clase que asistían al colegio de niñas.  

Por sus cartas y apuntes sabemos que estudió con ahínco para ampliar los conocimientos que había adquirido durante sus estudios de Derecho y de Filosofía y Letras en España: el joven profesor tenía que explicar las literaturas europeas -francesa, inglesa, italiana y alemana-, el moderno pensamiento filosófico y la filosofía de los pueblos orientales, al igual que redacción y composición, materia que quizás le atraía más dado su probado ejercicio de la escritura.  

Curiosamente, aunque a lo largo de su vida demostró su amor a los niños, y lo expresó para siempre brillantemente en su revista infantil La Edad de Oro, Martí nunca se enfrentó a un aula de niños. Adolescentes, jóvenes y adultos fueron sus alumnos Guatemala, Cuba, Venezuela y Estados Unidos.  

“Quien dice educar, ya dice querer”.  

Al regresar a Cuba en 1878, concluida la primera guerra por la independencia, Martí impartió clases en el colegio habanero Casa de Educación para engrosar sus ingresos a fin de sostener a su esposa y a su hijo recién nacido, y para contribuir también a los gastos de sus padres.  

Trabajaba además en bufetes, pero sin poder ejercer como abogado, pues las autoridades no se lo permitían hasta tanto no llegase desde España su título. En 1881, establecido en Caracas, la enseñanza era su principal medio de vida: le contrataron en el colegio Santa María para impartir clases de Gramática y de Literatura Francesa, y en el Villegas, donde enseñaba Literatura, creó una cátedra de oratoria, recordada con fervor muchos años después por quienes fueron sus discípulos.  

Durante su largo exilio neoyorquino ejerció la docencia para adultos. Fue profesor de español durante dos cursos en la Escuela Central Superior de la ciudad y, según explicó al director de la escuela, su intento era “enseñar gramática sin parecer que la enseñaba”.  

Los estudiantes eran trabajadores jóvenes, quizás inmigrantes varios de ellos, a lo mejor de Hispanoamérica algunos.  Para entonces -1890- Martí era bien conocido en el periodismo de la región por sus numerosos escritos, además de ser figura de prestigio en la comunidad hispanoamericana de Nueva York por su desempeño en la Sociedad Literaria que impulsaba los vínculos entre los emigrados y por ocupar la representación consular en la ciudad de Uruguay, Argentina y Paraguay.  

Ese mismo año inició su contribución con la Sociedad Protectora de la Instrucción la Liga, fundada por trabajadores cubanos y puertorriqueños, negros en su mayoría. Aquella fue una escuela especial en la que Martí se sintió impulsado a practicar sus ideas acerca de la enseñanza como obra de amor, de perfeccionamiento humano, de modernidad científica y de concientización patriótica.   

Se trataba de preparar a antillanos adultos para la magna obra cuya estrategia diseñaba por esa época: alcanzar la independencia de Cuba y de Puerto Rico para crear repúblicas modernas, que se abriesen al desarrollo propio en función de sus amplias mayorías populares, capaces de evitar la expansión territorial y económica del naciente poderío de Estados Unidos para contribuir así al equilibrio entre las dos Américas.  

La Liga, asentada en los hombres de trabajo y en la igualdad de razas, además de ampliar la cultura de sus integrantes desde el punto de vista informativo en diversas materias, iría creando espíritu de amor y de libertad, y conciencia de sí mismos entre aquellas personas que acudían en las noches a sus aulas.  

Martí impartía sus clases gratuitamente, robándole el tiempo a sus múltiples y crecientes obligaciones. Hay constancia de que acudía puntualmente a su aula en la Liga aún después de fundado el Partido Revolucionario Cubano, a cuyas tareas se dedicó por completo luego de abandonar las corresponsalías y la diplomacia, y después de publicarse el periódico Patria, cuya dirección, redacción casi completa, emplane y distribución estaban en sus manos.  

Fueron precisamente sus alumnos de la Liga, discípulos también en sus afanes independentistas y en sus sueños de justicia social, quienes difundieron entre el resto de los emigrados de Nueva York el apelativo de Maestro: de ser llamado así en el aula, pasó a serlo en los actos y en la tribuna; la obra patriótica tenía también su maestro, su guía.  

Aunque al parecer tuvo algún aula en Brooklyn, la Liga alquilaba un local en Manhattan, en la calle 72, a cuya entrada una placa decía “Razón”. A las ocho de la noche comenzaban las clases, en un salón con piano, estante de libros, retratos de amigos en las paredes, y las sillas dispuestas en semicírculo alrededor de la mesa del profesor.  

La clase de Martí era los jueves, hacia las nueve y media o diez, luego de terminar su clase de español.  En ese lugar dio salida a sus ideas pedagógicas, expuestas tiempo atrás en varios de sus trabajos del mensuario neoyorquino La América y en más de una de sus crónicas sobre Estados Unidos: el aula libre, no cárcel; el aprendizaje sin obligación sino como entretenimiento; la educación para formar seres útiles no meros copiadores y repetidores de libros.  

El mismo explicó esa particular pedagogía que practicaba en la Liga en un texto para Patria, donde narra su propia tarea en tercera persona: “Allí iba un amigo de la casa, a decir lo que quisieran saber de él, y le ponían en la airosa mesa las preguntas anónimas sobre a composición de los pueblos, o la física, o la historia. O los odios humanos, o las tinieblas del alma: y el amigo leía en alta voz los escritos, cuya forma iba al paso enderezando y podando, para que se viera la idea lúcida en la expresión sencilla y fuerte; y luego, al vuelo del pensamiento, con la idea céntrica de la bondad e identidad del mundo, contestaba a las preguntas, muy hondas y sutiles a veces, concordando aparentes diferencias, y basando la opinión en la prueba ordenada y visible de los detalles.”  

Esas clases de la Liga, calificadas de enciclopédicas por alumnos y colegas, fueron, pues, la expresión mayor del magisterio martiano.

(Tomado de Cubarte)

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