José Martí, el alma que nació para salvarnos

José Martí

José Martí

Por: Melissa Cordero Novo.
28 de enero del 2011

Cuba. Colonia violada cientos de veces por los mayorales. Cañas manchadas de blanco. Señora fecundada por negros, por libertos, por españoles, por todos. Tierra que, aún así, aprendió desde el dolor, a engendrar hijos puros.

Y fueron naciendo repartidos entre las bragas del tiempo y los rincones santos. Unos vieron la luz en  Oriente en el siglo XVIII, otros, en La Habana de la calle de Paula, casa humilde, en la mitad del XIX.

La tristeza, y los dolores de la tierra se reflejaban en las fachadas, en la huella del viento, en los ojos de los criollos que lloraban al pie de las cadenas. Pero, de las entrañas del yugo, irrumpió un pequeño que llevaba estrellas por todo el cuerpo. Un niño de cuya sangre brotaba la genialidad misma,

y que transportaba pensamientos antes jamás vistos.

Vino a salvar la podredumbre del suelo, para luego sembrar las ideas que cambiaron la historia de su país. El cuerpo escuálido escondía la más pura de las bondades. Todavía no lo sospechaba nadie, ni siquiera las hermanas que tanto lo adoraban, o la madre, o el uniforme español del padre; su nombre, el nombre de Pepe, del gran José Martí, se convertiría en el paradigma de la Isla a la que entregó el alma.

Las primeras letras las aprendió Pepe en una escuela de barrio, que jamás simplificó su grandeza, el Colegio San Anacleto, de Rafael Sixto Casado. Más tarde, en San Pablo, de Rafael María de Mendive, comenzó los estudios superiores. Poco a poco, las libretas y los números fueron moldeando el espíritu, pero la asombrosa inteligencia y el carácter de Pepe, brillaron por encima de todos. Había nacido grande. Una vez, el sol, alumbró para Martí al terror. Vio un esclavo. “Un esclavo muerto colgado a un seibo del monte”. Se estremeció. Aquella cicatriz la llevaría marcada, en el corazón, para siempre. “Juró lavar con su vida el crimen”. Y así lo hizo.

(…) Gracias a Dios que ¡al fin con entereza\ Rompe Cuba el dogal que la oprimía\ Y altiva y libre yergue su cabeza!“; escribió Pepe al compás del corazón agitado por la noticia del toque de clarín en Yara. El Capitán General de la Isla, Domingo Dulce, decretó la libertad de prensa en 1869. Gracias a ello, Pepe y Valdés Domínguez (buen amigo) publicaron un periódico al que nombraron “El diablo cojuelo”. Al mismo tiempo, Martí editaba “Patria Libre”, donde, disfrazado de Abdala, repartió sus ideales.

Una carta, donde Pepe incriminaba a un compañero de aula por servir como oficial de regimiento al Gobierno español, aún siendo cubano, y una acusación por burlarse de unos voluntarios, provocaron que fuese juzgado en consejo de guerra. La condena revolvió el espíritu de su familia. Era muy joven. Fue al presidio con apenas dieciséis años. Y cayeron, de punta, las torturas como ráfagas de metralletas. El sufrimiento y las llagas en la piel, lo hicieron crecer antes de tiempo. Escribió: “Dante no estuvo en presidio. Si hubiera sentido desplomarse sobre su cerebro las bóvedas oscuras de aquel tormento, hubiera desistido de pintar su Infierno. Lo hubiera copiado y lo hubiera pintado mejor”. Conmutada la pena, fue trasladado a la Isla de Pinos y más tarde deportado a España.

A la tierra responsable de las pesadumbres de su suelo, llegó Pepe con muy poco. En una mano el desconsuelo y en la otra la pobreza. Comenzó a dar clases para no morir en medio de la nada. Pero vino su hermano Fermín Valdés a salvarlo de la inexistencia. Gracias a él, Martí continuó los estudios, comenzó a pronunciar discursos en las logias y a escribir versos. Zaragoza le dio a Pepe el título de Doctor en Derecho y en Filosofía y Letras. Luego, visitó varias ciudades europeas, y enrumbó hacia México, donde lo esperaba su familia, y el amor.

Tras la firma de la paz en el Zanjón, regresó José a su Isla amada. Pero la estadía apenas duró doce meses. Fue deportado, una vez más, por conspirar en la organización de la Guerra Chiquita. Navegó por distintos países y lugares: Venezuela, París, Guatemala, hasta establecerse en New York, donde aguardaban por él, esposa e hijo. Allí fue dependiente de una casa de comercio, redactor del diario “The Sun”, y corresponsal de otros tantos periódicos en América Latina. Y nació “La Edad de Oro”, con Pilar, sus zapatos, el camarón de Lopi, la muñeca negra, las últimas páginas…

Pero Cuba no se apartó jamás de sus pensamientos. Cada segundo no hacía sino pensar las maneras para salvarla. Por eso no vaciló cuando en Tampa, un grupo de cubanos lo invitó a participar en una velada. Entonces robó cada alma de la emigración y fue, decidido, a crear el Partido Revolucionario. El 3 de abril de 1892 escribió: “Los partidos suelen nacer, en momentos propicios, ya de una mesa de medias voluntades (…) ya de un pecho encendido que inflama en pasión volátil a un gentío apagadizo (…). Pero el Partido Revolucionario Cubano, nacido con responsabilidades sumas en los instantes de descomposición del país, no surgió de la vehemencia pasajera (…) sino del empuje de un pueblo aleccionado…”.

Nunca la agonía pudo hacer claudicar a Pepe. Lo llenó de fuerzas sobrenaturales y dejó sin sinónimos que sirvan para describir su labor toda. Organizó la Guerra del ’95 como no lo pudo hacer nadie más, y regresó a su tierra en busca de la ansiada emancipación. Y cabalgó en su corcel blanco por campos minados de rayadillos. Y la bala que se escapó vino a caer sobre su cuerpo. Y dejó José Martí, en Dos Ríos, su sangre, los ojos y la frente, cuya última visión fue un rayo puro de sol.

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