Voy a escribir la eternidad recibió, en 2023, el Premio Alejo Carpentier de Novela. Esta hermosa ficción, escrita por Francisco López Sacha, constituye una honda reflexión, no exenta de tristeza y nostalgias, sobre la familia, los gustos artísticos, los compañeros de generación, la ciudad amada –cuyos contornos y esencia se desvanecen– y la urgencia de rescatarlos del olvido.
A ello alude el título. Al apremio de recobrar y fijar en la ficción las imágenes que los tiempos y el absurdo nos han ido borrando. Tales búsquedas responden en la novela a los más puros sentimientos del personaje-narrador, no a un orden racional. Esto explica el recurso del monólogo, pero sin excluir la presencia de otros registros focales ni la hibridación textual, en la que la trama entrevera la forma caleidoscópica, la filosofía y el comentario de otros géneros.
De ahí las continuas rememoraciones de los padres (en especial el padre), hermanos y tíos, o referencias a ancestros presentes en las gestas independentistas. De igual modo, recuerda a intelectuales y políticos ilustres de Manzanillo, como al narrador Luis Felipe Rodríguez, en el café La Dominica; a Paquito Rosales en la alcaldía municipal, y al dirigente comunista Blas Roca.
Pero sus remembranzas más prolijas son, quizá, las de sus compañeros de generación, así como las de su infinito amor por el rock («Quería ser un Beatle, no lo niego, o al menos, un Rolling Stone») y la escritura literaria («La sensación que tengo es de nostalgia. Como todo aprendiz, pensaba renovar el género y colocarme a la altura de Cortázar»), o el inmenso amor hacia su Manzanillo natal, todo mezclado en la mente y, por eso mismo, con la capacidad de ubicuidad dentro o fuera de la Isla. El protagonista refiere continuamente sitios que han desaparecido o están a punto de borrarse, o hechos de la idiosincrasia social de la ciudad, como los curiosos paseos del parque Céspedes.
La figura paterna perfila parte de sus imaginarios hasta la partida definitiva de quien, cada vez que concluía su faena laboral, «se iba a pie, porque era comunista».
Pocas personas y acontecimientos escapan a sus visiones y juicios. Como la ocasión en que él y sus amigos Yoel Mesa Falcón, Luis Carlos Suárez y Alex Pausides quisieron volver a darle vida a la revista manzanillera Orto. Pausides fue el enviado y el portador de la respuesta administrativa: «no había presupuesto». «Volvimos a mirarnos. Cruzamos el parque en silencio, Luis Carlos hacia su casa, Yoel y yo caminamos por Martí hasta la calle Aguilera, Pausides regresó a Cultura».
El poeta Yoel Mesa Falcón tiene un peso destacado en la novela. Resulta lógico. Él y el protagonista compartieron sueños y creaciones con el entusiasmo de la adolescencia y la juventud: «Los poemas de aquel tiempo tenían ese encanto sutil y secreto, así como mis cuentos, terminados en casa y pulidos allí. Nos pasábamos horas en esa quietud, y la noche se nos iba en palabras. (…) En ese estado de mágica inocencia, que no he vuelto a vivir nunca más y que no volverá a repetirse, veíamos crecer un libro que entonces se llamaba El muchacho del chaleco rojo». Así, ya cercano al cierre de la ficción, el personaje-narrador se pregunta: «¿Puede un hombre escribir la eternidad?». López Sacha, al menos, lo ha intentado.