Por: Antonio E. González Rojas.
14 de mayo de 2011.
Común, secular ya, es el deslinde entre el Humor Gráfico y el resto de las artes plásticas. Queda la primera manifestación relegada de exclusivos circuitos y movimientos creativos, por la supuesta ligereza de sus cultores, frutos sus obras, muchas veces, de la urgencia y la coyunturalidad editorial.
Detentadores son tales planteamientos gráficos de una sencillez visual, cuya concreción, para nada reñida con las altas capacidades simbólico-narrativas, busca establecer instantáneos nexos empático-comunicativos entre el receptor y el universo semiótico prefigurado. Más allá de su asunción como línea principal por determinado artista o el estrecho maridaje con las publicaciones periódicas establecido gracias a su consabida funcionalidad y atractivo, el humor, la ironía, la sorna, son posturas y discursos artísticos válidos para todo creador ¿Qué son las obras La Nave de los Locos, Cristo niño con andador, El infierno musical y El jardín de las delicias, de El Bosco, sino agudos ataques paganos contra los motivos pictóricos de guisa sacra, reverenciados (¡hasta los encumbrados Leonardo y Michelangelo!) por la mayoría de los artistas del Renacimiento? ¿Hasta qué límites de lo grotesco tienen que llegar estampas y grabados de Goya como A caza de dientes, Tú que no puedes, Están calientes y Disparate puntual, para ser considerados auténticos patrimonios del humor gráfico? ¿Cuánto de mordaz crítica social no contiene la pieza Campesinos felices, del cubano Carlos Enríquez; y cuánto de iconoclasta golpe de ingenio no subyace en cumbres expresionistas criollas como las telas La muerte en pelota y La anunciación, de Antonia Éiriz?
Con la muestra tripartita El sombrero del bufón, inaugurada en suertudo viernes 13 de mayo en la galería del Centro Provincial de las Artes Plásticas de Cienfuegos, una vez más son trascendidos por artistas de la Isla los estereotipados ghettos, donde aún tiende a ser recluido el humor visual. En las paredes confluyeron las (afortunadamente) muy diversas poéticas y visualidades de Ares (Arístides Hernández), Zardoyas (Ramiro Zardoya) y Ández (Ángel O. Fernández), cuyas enjundiosas voluntades lúdicas, tendientes por lo general a la comunicabilidad expedita, a partir del empleo y recombinación de iconografías reconocibles, para nada se riñen con las complejidades de los planteamientos y la contemporánea indagación-intromisión en los abundantes nidos de agujas donde el perro huevero mete el hocico, aunque se lo quemen una y otra vez.
Ares, sin dudas uno de los humoristas gráficos cubanos de mayor solidez creativa, que lo colocan a menos de un tiro de piedra de amables fantasmas del pasado reciente como Chago, Posada y Fornés, y lo equiparan con los aún activos Manuel y Ñico (dedicados también a lides ceramistas y pictóricas, respectivamente), abarca, con la decena de obras expuestas, una amplio espectro estético-conceptual, sin desmedrar la impecable contundencia técnico-figurativa. Se desplaza desde los más diáfanos planteamientos críticos del Punk, hipertrofiado por la mercanti(bana)lización de sus atributos otrora iconoclastas, y la apropiación lúdica de Consumo rupestre, hasta el surrealismo más íntimo, cuya densidad casi gótica y concomitancia expresionista de La estrategia del descenso, El círculo de los infieles, La dama loca y Escena urbana, marida estéticamente con las atmósferas y el tono de la Éiriz, sin llegar al trazo explosivo de ésta; además del ambiente introspectivo de algunas obras de Bonachea; y con la figuración de Abela (Nieto), sin acusar en ningún momento mimetismos estilísticos la obra de proba autenticidad, donde la coherente y sólida estética soporta íntimas indagaciones existenciales, cuestionamientos psicosociales y hasta psicoanalíticos.
Zardoyas apuesta, con sus grabados sobre lienzo, por una figuración más despejada (heredera de las dieciochescas silhouettes francesas) e iconografía igualmente nítida, cuya concisión casi lacónica deposita el éxito de las piezas sobre la rotundez semiótica. La develación de la inevitable fugacidad de todo poder, sustentado en vacuo discurso triunfalista, cuyas capacidades dialógicas fenecen bajo el peso de su propia inconsecuencia, es bosquejada en el escueto reloj de arena, donde el político y el podio se diluyen en sutil arena. La tendencia humana a la pugna bélica se prefigura con el tanque de guerra en inestable volatín sobre la “cuerda floja”. Una mano celestial que no topa esta vez con su homóloga adánica, sino que emplaza terrenales cañones, refleja el perenne conflicto entre intelecto y despotismo, donde la validación del primero debe casi siempre aguardar la oxidación del segundo bajo las aguas de una historia que no permite la eternización de ningún poder, aunque sí su replicación hasta el infinito.
Desde rutilante alegría colorista, con las telas Mambí con pipa, 1, 2, 3, probando y Entrega, Ández emprende inquietante apelación al insurrecto cubano, librándolo previamente de toda instrumentalización patriotera, gracias al entrañable redimensionamiento-flexibilización de este caro y quizás excesivamente deificado ícono de la beligerancia nacional. En 1959, el Ejército Rebelde usó los distintivos sombreros de yarey, de ala plegada hacia arriba, en simbólica cabalgata; en 2011, el joven artista cienfueguero delinea musculoso insurrecto que escucha susurros multitudinarios filtrados entre el metálico tejido de los micrófonos de un podio por una vez ara, no pedestal. Sobre igualmente turbio cúmulo de cifras, se alza un orador para emitir argumentos pseudo-humanistas, suerte de cábala donde la ambición y la supervivencia del poder material es la clave encriptada tras las palabras. Con triste y calma mirada, otro mambí empuña afilado corazón, en orgánica apelación a la casi olvidada consecuencia con su legado de sacrificio. Esta vez, el infidente no es deportado por ibérica metrópoli al exilio de Tampa, sino hasta frígidos libros de texto y túmulos marmóreos, por la indolencia postmoderna y la conveniencia maquiavélica.
Distingue la muestra esta fuerza de los símbolos debidamente articulados en responsables discursos, cuya visualidad de grotescas figuraciones (Ares), escueta forma (Zardoyas) y cálido cromatismo (Ández), soportan con su efectividad comunicativa, la responsable inmiscusión de los bufonescos cascabeles, cuyo argentino tintineo deviene insoportable bramido en los tímpanos de quienes olvidan, ignoran o medran con oportunos descensos, el rugido de tanques sobre cuerdas flojas o cabalísticos discursos de poder. Este viernes 13 fue afortunado para las ideas, aciago para los cañones.
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