El hombre en la parada del tranvía o: ¿Fueron eternamente felices cuando acabaron de comerse las perdices?

Grupo noruego toyboys

Grupo noruego toyboysPor: Antonio E. González Rojas..
7  de febrero de 2012.

La obra El hombre en la parada del tranvía, con que el grupo noruego Toyboys se presentó el pasado fin de semana en el Teatro Tomás Terry, va más allá de la proselitista reivindicación del derecho humano a la libre elección de los procederes sexuales, aparentada por la primera escena, cuyo intencionado romanticismo kitsch, acusa una conclusión rosa, donde los dos amantes gays son felices y comen perdices, una vez que consiguen autorreconocerse y trascender los prejuicios heterosexuales, definitorios aún de las dinámicas sociales de Occidente.



Pero el conflicto, la historia toda de la puesta performático-danzaria, inicia en serio tras el pretendido y expansivo happily ever after, cuando la convivencia exige a la pareja muestras de confianza mutua, que va más allá del rutilante triunfo sobre las respectivas autorrepresiones del comienzo. Este trance, en que la duda cotidiana pone sitio al amor asentado, una vez apaciguado todo impulsivo arrebato, es articulado por los protagónicos Terje Tjøme Mossige y Ulf Nilseng, con un sencillo cuadro, donde un cónyuge propone al otro cargarlo sobre su cabeza, y necesita su total confianza. La aparente llaneza del acto se ve dificultada por la supuesta torpeza del que será alzado, para seguir al pie de la letra las instrucciones, delatada finalmente la dubitación, la falta de confianza.

Elimina así la pieza todo revestimiento de superficial activismo gay, poco diferente de cualquier otro modo de propaganda, en cuanto a parcialización, simplificación y magnificación del motivo axial. Pasa a indagar los entresijos de las relaciones de pareja entre seres humanos, cuya particular orientación genérica no la exime de todos los demonios que se congregan, más prontos que tardos, sobre las testas de los amantes involucrados en un juego de supervivencia.

A partir de este desfase inicial, la pieza profundiza, desde entretenida clave lúdica (y hasta manifiestamente bufonesca), en la agudización del antagonismo entre los dos entes, que terminan descubriéndose más diferentes que semejantes, a pesar de compartir igual orientación sexual. Y ni siquiera ésta es canalizada de la misma manera por ambos, como lo ilustra la contraposición caracterológica suscitada entre los personajes travestidos: uno es delicadamente femenino, grácil, desinhibido, avant gardé; el otro es más discreto, torpón, incapaz de seguir el ritmo sentado por la pareja; uno es extrovertido, el otro retraído; uno se deshace escandalosamente de toda su ropa ante el excesivo calor que percibe, el otro permanece abrigado. Hablan, gritan al unísono hasta la incomunicación, hasta la total intolerancia hacia las respectivas posturas.

Este crescendo de incompatibilidades manifiestas, alcanza su punto (anti)climático en la reiteración del convite a ser alzado, donde quien inicialmente derrochaba seguridad en su accionar, ve quebrada su confianza. Ya no es pilar sólido sobre el cual sostener su pareja. No puede confiarse el éxito de una relación, tenga el cariz sexual que tenga, a una sola coincidencia de gustos.

Con El hombre…, Toyboys delata los tonos más agrios del gran espectro amatorio humano, sin densificar el discurso, en pos de la diafanidad comunicativa y hasta de empática complicidad, con los públicos ubicados sobre el propio escenario donde se ejecuta la obra, y con los cuales llegan a interactuar sin excesivos involucramientos. Su propuesta, aunque manifiestamente gay, no es intolerantemente gay, mucho menos panglossianamente gay; extremismos estos tan reprensibles como cualquier otro, sea cual sea su leiv motiv. Todo lo contrario, su postura se revela lúcida, compleja, analítica y crítica, como todo arte verdadero, que busca elevarse por encima de coyunturas, y dilucida esencias universales tras los estereotipos circunstanciales. Tenemos derecho a realizarnos en nuestra sexualidad, eso está muy bien, pero ¿después qué? Una vez dejada atrás la parada, y abordado el tranvía de la vida, no todo es velocidad.

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