Se luchó fuerte, pero la pandemia estremeció el ámbito cultural en todos sus niveles durante este 2020, que se despide con una cantidad de sobrenombres como nunca antes los hubo, aunque incapaces todos de definirlo en su justa medida.
Algunas estadísticas tratan de demostrar que los confinados en sus casas, quizá intoxicados de tanta telefonía celular y naufragio en las redes, se voltearon hacia el libro y hasta despertaron viejos hábitos extraviados en los vericuetos de la era digital.
El mundo del espectáculo se vio casi borrado del mapa y llevó al descalabro a empresarios y artistas; la música, maltrecha, trató de abrirse paso, streaming mediante, o gracias a esas grabaciones hogareñas que nunca faltan, mientras que las salas de cine entraron en un peligroso conteo de protección con fecha decisoria prevista para 2021. Porque si bien el cine como tal no morirá nunca, su acompañante idóneo, las salas de proyección, quebrantadas en su dimensionalidad desde el surgimiento de la videocasetera (1976), atraviesa el peor momento.
Ya no se trata de saber las miles de salas que cerraron en el mundo durante este 2020, sino cuántas estarán funcionando en 2021. Una socavación achacable no solo a la pandemia, pues desde hace rato se discute el éxodo del espectador tradicional hacia la sala de su casa, donde las nuevas tecnologías le permiten encontrar «casi» lo que le ofrece el cine, aunque el que creció en medio de la magia oscura sabe que la experiencia colectiva, junto a la inmensa pantalla, son irremplazables.
Sin embargo, las generaciones se suceden y el que no probó las mieles de las matinés y sus derivaciones, se contenta con el audiovisual hogareño y otras variantes de nuevo tipo que transcurren a partir de consumos urgentes, y también de innegables calidades que propician las nuevas plataformas en streaming, surgidas luego de que Netflix ¿se propuso? no solo competir con el cine, sino enterrarlo como parte de una feroz competitividad económica que no conoce de paños tibios.
Desde hace rato se asegura que el cine digital y sus posibilidades de difusión iniciaron la muerte de la sala tradicional, necesitada, para sobrevivir, de apostar por la exhibición de superproducciones comerciales que son las que llenan y ofrecen la mayor rentabilidad.
Pero «el cine de superhéroes no es cine», lanzaron el desafío Scorsese y Coppola a finales de 2019, una polémica que abrió las puertas de 2020 y solo se detuvo cuando la pandemia obligó a reflexionar a tono con la catástrofe que se estaba viviendo.
Sin embargo, las cifras de taquillas, año tras año, demuestran que cada vez más el cine se infantiliza con superproducciones que acaparan el denominado gusto masivo, gracias a descomunales campañas de promoción dirigida a niños y padres.
El marketing consumista condiciona y moviliza a los espectadores, enganchados con superhéroes nacidos más del desarrollo de las nuevas tecnologías que de la creación artística. O para decirlo de manera más sencilla: es la tecnología la que utiliza al artista y relega a un plano secundario los elementos claves del arte, mediante un espectáculo reiterativo donde poco tiene que buscar la espiritualidad y el goce estético.
Todo ello es sabido por tirios y troyanos, pero lo que está primando en estos momentos es el negocio, la necesidad de sacarlo adelante por encima de cualquier cabeza, de ahí que una nueva configuración industrial comenzará a tornarse masiva a partir de 2021: estrenar al mismo tiempo en cines y en plataformas streaming, dualidad de la que no escaparían pesos pesados recién concluidos, como la nueva Dune y Matriz 4, producidos por la Warner.
Lo que sucederá con esta combinación está por ver, y el peso y duración de la pandemia –que ha venido a madurar lo que se venía temiendo– serán decisivos en el futuro del cine.
La buena noticia es que, al cine de autor, exhibido en aquellas salas que no pueden estrenar grandes producciones por la falta de audiencias, no les ha ido nada mal, y que la necesidad de crear, con o sin salas, sigue su marcha urgente en todos los continentes.
(Tomado de Granma)
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