La música debió descubrirlo en el vientre de su madre, mientras sonaban los tambores del Cabildo Congo en Santa Isabel de las Lajas. El 24 de agosto de 1919 vino al mundo Bartolomé Maximiliano Moré Gutiérrez, predestinado a convertirse en la voz cimera del canto popular cubano.
Fue el primero de 18 hijos de una familia negra y pobre que tuvo, entre sus antepasados, a un rey congo. La estirpe africana prendió temprano en el espíritu del pequeño, imbuido en las sonoridades de los tambores de yuka, makuta y bembé; influencias que lo acompañaron luego en el devenir artístico.
Tenía solo 20 años cuando decidió ir a La Habana para abrirse caminos con los acordes de una vieja guitarra. Cuentan que en la capital cubana vendió frutas a medio podrir, pregonó yerbas medicinales; en tanto, aprovechaba las noches para tocar en bares, fondas y cantinas por escasas monedas, y zambullirse en el universo sonoro de la época: bolero, son, jazz, filin, y la música de grandes bandas estadounidenses.
Así, y no por un golpe de suerte, integró el Cuarteto Cordero, y los septetos Fígaro y Cauto, con los cuales se presentó en varias emisoras de radio, hasta recibir la invitación de Miguel Matamoros para que formara parte de su conjunto. Este hecho significó el despunte de una carrera vertiginosa y única en la cultura de la nación.
Junto al grupo del gran sonero dio a conocerse como intérprete y viajó a México, donde actuó en cabarets, casas de fiestas, realizó grabaciones con la orquesta de Dámaso Pérez Prado —el creador del mambo—, y causó tal revuelo que optó por permanecer en tierras aztecas durante una temporada. Allí comenzó a llamarse Benny Moré e incursionó en 16 películas mexicanas.
Tirado por la nostalgia, regresó a Cuba y en 1953 fundó su Banda Gigante, conformada por 21 músicos de primera línea. Con ella se posicionó como “un cantor de dotes relevantes, sobresalientes y audaces desplazamientos escénicos en su práctica como talentoso bailarín, y singular director de orquesta”, apuntó el musicógrafo José Reyes Fortún, para quien fue, además, “un decisivo reformador de todo lo que sonaba en su tiempo” (…) “y de todo lo valioso del quehacer cantable de lo popular conocido entonces”.
Sin estudiar música ni saber leer siquiera una partitura, abordó con brillantez la guaracha, el son montuno, el danzón, el bolero, el mambo y la improvisación, al punto de adueñarse del panorama musical cubano y foráneo, pues en Venezuela, Colombia, Perú, Panamá, Puerto Rico y Estados Unidos alcanzó similar fama.
Temas como Oh, vida, Qué bueno baila usted, Bonito y sabroso, y Locas por el mambo engrosaron el repertorio del artista, quien consiguió que 33 de sus canciones aparecieran en el hit parade de aquellos años. A ello añade, en 1957, la presentación en la entrega de los Premios Óscar, acontecimiento que lo hizo todavía más célebre.
Dos años después, al Triunfo de la Revolución, el Benny resulta tentado a abandonar Cuba mediante jugosos contratos, según reseña en una de sus crónicas el periodista Ciro Bianchi Ross. Sin embargo, frente a estas propuestas, respondió tajante: “Ahora es cuando yo me siento un hombre con todos los derechos en mi país. De aquí no me saca nadie”.
Entre conciertos, giras, actuaciones en la radio y la televisión, noches sin dormir, y una descontrolada adicción al alcohol, transcurren sus últimos días. Tiene apenas 43 años cuando en Colón, Matanzas, sufre una expulsión de sangre, producto de una cirrosis hepática ya diagnosticada. Vomitando sangre lo trasladan a La Habana y fallece el 19 de febrero de 1963.
Los más viejos narran que hasta ese momento jamás se vivió en la Isla una manifestación de duelo popular tan grande y espontánea. El poeta nacional Nicolás Guillén inmortalizó la despedida en una frase: “el hombre al que toda Cuba ha llorado con lágrimas que mojan, pero cuya voz suena como nunca, sin parar ni apagarse, en el aire nuestro de cada día”.