Una antología, entre muchas cosas, es también una especie de mosaico, donde el lector puede encontrar una variedad de estilos, miradas, tonos, en relación con un período histórico o época, además de la caracterización de una sociedad determinada. Este es el caso de la Antología de cuentos angolanos, volumen donde se agrupan treinta y nueve narradores, posibilitando un acercamiento a la literatura de ese país africano, a través de un amplísimo espectro generacional, donde se demuestra la existencia de una sólida cultura, exponente indiscutible de una identidad nacional.
Como bien se dice en el prólogo, la convivencia de varias normas lingüísticas que pueden variar en el seno de una comunidad idiomática, en relación con otra, ya sea desde el punto de vista del lenguaje empleado por cada capa social, o, desde el punto de vista del lenguaje literario, es una de las características sobresalientes en el contenido exuberante de este libro, pues en él, junto al portugués, lengua oficial de Angola, hablada por alrededor del sesenta por ciento de la población, se utilizan palabras y expresiones idiomáticas en lenguas nativas africanas, de ahí que aparezcan algunas palabras y expresiones idiomáticas, en letras cursivas, a pesar de no contar con el significado de las mismas, aunque el desconocimiento de dichos términos no disminuye, en absoluto, la comprensión y el disfrute de estas historias.
La antología comienza con un cuento titulado “Náusea”, donde su autor, el fallecido Agostinho Neto, quien fuera el primer presidente de la República Popular de Angola, actualmente República de Angola, derrocha en la brevedad de la historia un talento apabullante. El súbito recuerdo que le provoca el mar al viejo Joao, deja entrever la manera en que se mueve un mundo, donde unos pocos se benefician, mientras una mayoría innombrable se pierde en el mar profundo. y aquí transcribimos un fragmento:
El viejo Joao recordó que a veces el mar estaba muy furioso pero nunca nadie se levantó contra él. Kalunga mataba y el pueblo iba a llorar a las víctimas en los toques de tambor. Kalunga encadenó a las gentes en las bodegas de los barcos y el pueblo solo tuvo miedo. Kalunga le golpeó a latigazos las espaldas, y el pueblo solo se curó las heridas. Kalunga es la fatalidad. Pero, ¿por qué fue que el pueblo no huyó del mar?
Kalunga es también la muerte. Trajo el automóvil y el periódico, la avenida y el zipper, pero para quedarse allí, a la orilla de la playa, engatusando. Nadie sabe lo que hay en el fondo del mar. Kalunga brilla en la superficie, mas, en el fondo, ¿qué hay? Nadie sabe. En las casas de latas de petróleo, de allá de Samba Kimongua, se filtra el agua cuando llueve. Sin embargo, la civilización se quedó a orillas de la playa, viviendo con Kalunga. Y Kalunga no conoce a los hombres. No sabe que el pueblo sufre. Solo sabe hacer sufrir.
Quien crea, sin embargo, que las historias de este libro pudieran mantenerse en un registro pseudocolonial hallarán con agradable sorpresa cuentos como “La ciudad sagrada”, que es casi una parábola religiosa, o “La caja de cerveza”, donde nadie parece tomar en serio nada, y mucho menos la muerte, en una Luanda que despega a una velocidad insospechada de un pasado con el que muchos relacionan todavía la República de Angola.
Sería imperdonable terminar esta presentación sin referirse al cuento “Hortesia”, del autor Jacques Arlindo dos Santos, y a mi juicio uno de los más logrados en la selección. Es la historia de una prostituta, o más bien, el inicio de Hortensia en ese camino, y cómo un mundo de ignorancia se da la mano con la pobreza para convertir a sus víctimas en criaturas insalvables. Aunque la realidad puede estar sujeta a lo mágica que es en esta ocasión la aparición del negro Juventino.
Descubrió el bulto y reconoció al tío, José Antonio, hermano de la madre por parte de madre, él es mulato como Hortensia, aunque la hermana de él es negra, pero ¿por qué es que él anda así, en la oscuridad, sin hacer ruido, como un gato?
Ese tío suyo, José Antonio, siempre la perturbó. En los ojos de él no hay la amistad como en el otro tío suyo, Mario Kapitango, ese es negro, mayor, pero mucho más bonito. José Antonio mira que parece que le quiere quitar la ropa. ¡Le da miedo!
Y tenía razón, porque aquellos ojos, que la asustaban tanto, le hicieron paralizar la voz en la garganta, le hicieron perder la fuerza de las manos. Esa fuerza que parecía haber pasado a él, uniéndose a la mucha de la que ya era dueño. Y fue con toda esa fuerza acumulada que él la poseyó por primera vez, pensando solo en el gozo de comerle el cuerpo de aquella forma hambrienta. Ni siquiera reparó en sus lágrimas que se mezclaron con sudor y sangre en el piso de cemento.
Le partió el himen allí mismo, en aquel portal por donde no pasaba nadie, en aquella hora, tarde, de la noche negra.
Nunca llegó a entender bien por qué llegó a ocultar la desgracia sucedida y continuó sucediendo, y mucho menos la razón por la que el tío no era un hombre recto como los demás, ¿Por qué es que él hacía aquellas cosas, de apetecerle ella, su sobrina, hija de la hermana mayor?
Se dejó convencer todas las veces que siguieron, el tío argumentaba que cuánto más la gente hiciera maldades, más dinero habrá en la familia; la unión de sobrina con tío trae riqueza. Y en la maldición del ultraje, y de la frecuencia de la relación incestuosa, su cuerpo fue despertando para la vida y abriéndose para el amor.
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