El Cristo de la Vereda

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El Cristo de la VeredaNo fue muy dado el gobierno colonial a la construcción de caminos y carreteras, con grave quebranto del país, que no podía aprovechar sus riquezas y recursos naturales, con notoria incomodidad de sus pobladores, que para ir de un lugar a otro de la Isla tenían que hacer penosas marchas, no exentas de peligros.

Esos inconvenientes, no impidieron que la vecina Trinidad, - cuya fundación ordenó en 1514 D. Diego Velásquez de Cuellar, el Conquistador de Cuba, precisamente mientras visitaba el puerto de Jagua- lograra prosperar gracias a su situación marítima, a la laboriosidad y espíritu emprendedor de sus habitantes y a los beneficios que reportaba del contrabando en una época de rigurosas prohibiciones comerciales. Por inverso motivo acrecentóse su prosperidad al declararse libre el tráfico comercial y al fomentarse en jurisdicción cafetales e ingenios.

En la época a que se refiere la leyenda del Cristo de la Vereda, -Trinidad conservaba su antiguo esplendor y riqueza, que la habían hecho famosa en Cuba y fuera de ella. Todavía no existía el ferrocarril a La Habana y la navegación por mar hasta Batabanó era difícil, tardía, e insegura, por cuyo motivo los trinitarios para trasladarse a la Capital tenían que hacerlo por el antiguo camino de Trinidad a La Habana, pasando cerca del Castillo de Jagua, la Milpa, Pasa Caballos y Las Auras. Éste último lugar fue el que habitaron, allá por el año de 1511, los virtuosos protectores de los siboneyes Bartolomé de las Casas y Pedro de la Rentería, que tanto hicieron a favor de los indios.

Cierto día sorprendió a unos pasajeros, la misteriosa aparición de un Cristo de tamaño natural, que pendía de gruesa y tosca cruz formada con el tronco de un almácigo. Despertóse la curiosidad, y ya no fueron solo los caminantes obligados a pasar por allí los que se detenían admirados y contritos, sino curiosos venidos de lejanos lugares que se habían enterado de la divina aparición. No tardaron en atribuirle acciones milagrosas, que los hechos parecían confirmar.

El bondadoso Cristo dispensaba su protección a los caminantes y restituía la salud a los enfermos. Por si esto no fuera bastante, se decía que socorría, con largueza, a los pobres que humildemente se acercaban a él y postrados a sus pies le pedían alivio para sus males, restitución de su salud y remedio a sus escaseces y penurias.

La fama milagrosa del Cristo de la Vereda se extendió rápidamente por todo el territorio de Jagua, pasó la Sierra, invadió el Valle del Táyaba y el territorio que después se llamó de Las Villas, y afluyeron al venerable lugar gentes de todas clases y condiciones, en busca unos de salud, en demanda otros de dineros y solicitando algunos las dos cosas.

Desgraciadamente, no todo es ventura ni hay dicha completa en este mundo. No es, pues, de extrañar que a todo bien acompañe un mal, y que en cumplimiento a esa ley, junto la aparición del milagroso Cristo de la Vereda, dispensador de bienes, hicieran sentir también su presencia otros misteriosos personajes, nada santos por cierto, que se dedicaban a la muy humana tarea de desvalijar al prójimo y apoderarse de cuanto llevaba.

Mientras el milagroso Cristo, solícito y bondadoso, curaba al enfermo por medio de la cristalina agua que al pie de la cruz brotaba y pródigamente socorría al menesteroso depositando sigilosamente en las alforjas o en las cañoneras de su montura algunas monedas, los otros personajes, ocultos en la manigua o en las escabrosidades del monte, esperaban el paso del confiado caminante para despojarlo de su bolsa y de cuantas prendas de algún valor llevaba.

 

 

 

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