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Identidad e Historia
Tradiciones y Leyendas
El Combate de las Piraguas




Al desaparecer la perturbadora Aycayia, volvieron a reinar la tranquilidad, la laboriosidad y las buenas costumbres entre los indios de Jagua. Los campos cultivados proporcionaban viandas, los montes aves y peces el mar. Tampoco inspiraban terror las incursiones de las tribus enemigas, pues los jagüenses se hallaban prestos a defender a punta de flecha y golpe de maza, lo mismo en montes y valles que sobre las aguas, sus queridos lares.
Cambio radical llenó de contento al cacique, a los behiques y ancianos y veían en los beneficios recibidos la mano protectora del Cemí. Por su parte las hacendosas indias seguían regando con esmero a la majagua, el árbol protector de la fidelidad conyugal. Sin embargo, los siboneyes de Jagua no abandonaron por completo sus fiestas y diversiones. Celebraban periódicamente sus batos, o juegos de pelota en el batey del poblado. Dos eran los grupos contendientes, que se lanzaban del uno al otro la pelota fabricada con resina, dándole los jugadores, en el aire, con las manos o las piernas.
De vez en cuando tenían lugares los areitos, en celebración de sucesos notables; pero se procuraba no abusar de tales fiestas, que podían tener efecto enervador. En cambio, se celebraban con más frecuencia los simulacros de guerra, bajo la dirección del cacique, en los que los dos bandos rivales se acometían con brío, y a veces las burlas pasaban a veras y llegaban a convertirse en verdadero campo de batalla. Distinguíanse en tales simulacros el bravo Ornoya, que había tenido ocasión más de una vez de poner a prueba su valor y el temple de su alma, en fieros combates con indios enemigos, ganando merecida fama de hábil e invencible guerrero. cuántas veces el suelo patrio estaban amenazado de una agresión, Ornoya era nombrado por el cacique jefe de los guerreros encargados de repeler a los agresores.
El principal cacique de una de las islas Lucayas, Ornocoy, viejo zorro muy ducho en el arte de la guerra, del pillaje y del saqueo, deseoso de aumentar su botín y el número de sus mujeres cautivas, preparó una expedición pirática al puerto de Jagua, cuyos moradores tenían fama de indolentes y de buscar los placeres del baile y del canto más que las durezas de la guerra. Reunió su gente, bien armada de arcos, flechas, lanzas y macanas, y embarcándose todos en veinte largas y veloces piraguas, tomaron rumbo a Jagua.
La navegación es difícil y penosa, por lo bravío del mar, que juega con las frágiles embarcaciones; pero los lucayos son tan hábiles marinos como esforzados guerreros, y en la lucha constante con los elementos, arriban a las playas de Jagua. Penetran decididos en su puerto, formadas las piraguas en doble fila, blanden en alto las armas y suenan los bélicos fotutos y asordan el espacio con sus gritos de guerra.
En una de las primeras piraguas va el viejo y fuerte cacique Ornocoy y de pie, pintado de negro y rojo el cuerpo, flotan en su cabeza airosas plumas y centellean sus ojos. En la espalda tiene el carcaj lleno de flechas, pende de la cintura el arco y lleva nudosa maza en la mano derecha. Tranquilo y sereno dirige a su gente, seguro de la victoria.
Cundió la voz de alarma por el poblado de los siboneyes y se apoderó el terror y espanto de los pacíficos moradores ante la inesperada aparición de los fieros lucayos. Las madres indias corren a sus bohíos y cargando con sus tiernos hijos se ocultan en las quiebras de los montes, mientras los hombres se dirige de un lugar a otro sin acertar a tomar resolución alguna.